Forjador de sueños
A los 24 años, Eduardo Chillida, hasta ese momento estudiante de Arquitectura y portero titular de la Real Sociedad, decidió saltar al vacío, donde caen encima mucho más de 100 balones, y convertirse en artista. Ocurrió en 1948, fecha en que el futuro artista se trasladó a París para encontrarse con lo mejor de sí mismo. En ese París de posguerra, empobrecido hasta lo miserable, pero cargado como nunca de ilusiones, Chillida se encontró, en efecto, a gusto, y conectó con quien debía hacerlo, entre otros, con Pablo Palazuelo, más veterano, que le sirvió de eficaz guía en la cosmopolita y complicada urbe y, sobre todo, para extraer su entraña de escultor, facilitándole el andamiaje intelectual y de relaciones adecuado. Lo cierto es que Eduardo Chillida enseguida voló solo, con seguridad y muy alto, pues, apenas tres años después de iniciar su aprendizaje, halló la senda de su luminosa posterior trayectoria, como así lo acreditó con la realización de su primera escultura en hierro: Ilarik (1951).
Al hablar del hierro, tocamos un punto esencial de la escultura de vanguardia contemporánea, que conectó a Chillida con quienes inventaron las posibilidades del uso de este material, como, en primer lugar, Pablo Picasso y Julio González, y, luego, el estadounidense David Smith. Todos estos precedentes se produjeron, en primera instancia, entre 1925 y 1942, dejando una siembra fértil, que floreció en la vanguardia occidental tras la II Guerra Mundial, con escultores europeos y americanos. Entre estos últimos, Chillida desempeñó un papel excepcional, porque supo arraigar esta pasión por la forja del hierro en los modelos locales de la artesanía popular guipuzcoana, principalmente basándose en el instrumental agrícola, pero para lanzarse a la conquista de un imaginario personal cada vez más exigente y deslumbrante.
Aunque iniciase su carrera artística con el hierro, Chillida acabó trabajando con todo el variado elenco de materiales que puede emplear un escultor contemporáneo: la madera, el acero, el hormigón, el alabastro, la cerámica, la porcelana e incluso el papel, demostrando con ello que la escultura también podía tener extrema ligereza, con lo que logró ser capaz de encarnar todos los modelos ideales de escultor que enunció en su momento el renacentista Alberti: los de tallador, fundidor y modelador.
No es extraño que suscitase el interés de los mejores filósofos contemporáneos
Esta versatilidad en el uso de materiales, que significa mucho más que una simple habilidad artesanal, se completó con el rico combustible mental de Eduardo Chillida, en cuya cabeza se plantearon apasionantes interrogantes personales acerca de la relación entre los elementos extremos que constituyen la determinación material de las cosas, como la relación entre plenitud y vacío, línea y masa, claridad y oscuridad. Sobre esta tesitura ideológica no es extraño que suscitase el interés de los mejores filósofos contemporáneos, como Martin Heidegger, Gaston Bachelard y Emil Cioran, así como de los mejores poetas. Este diálogo con las alturas más exigentes del pensamiento solo es posible cuando un artista tiene el alma de un forjador de sueños.
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