Sebastião Salgado, ante la cámara de su hijo
Juliano Ribeiro Salgado codirige con Wim Wenders ‘La sal de la Tierra’ El documental mezcla los viajes y las fotos de su padre
La ciudad más cercana se halla a cientos de kilómetros. Alrededor, selva y más selva. Allí, cerca del río Cuminapanema, en el norte de Brasil, la tribu de los Zo’e permaneció aislada durante siglos. Pasaban las revoluciones, el hombre pisaba la Luna y ellos seguían con su plácida existencia y su m’berpót, un palo de madera que llevan clavado en el labio inferior. De hecho, solo en los setenta empezaron a cruzarse con el mundo exterior. Ya más tarde, en 2009, los Zo’e recibieron la visita de dos hombres con cámaras y el mismo apellido. El célebre fotógrafo Sebastião Salgado quería retratarlos para su proyecto Génesis, declaración de amor a la naturaleza y los lugares todavía intactos de la Tierra. Juliano Ribeiro Salgado, su hijo y también profesional de la fotografía, le acompañaba y filmaba su trabajo. Pero surgió, además, otro génesis. El de un documental que ha costado años, que Juliano acabó codirigiendo con Wim Wenders y que hoy se estrena en España: La sal de la Tierra.
“No estaba nada convencido del viaje, pero Sebastião [le llama así] insistió. En esa atmósfera increíble pudimos hablar de asuntos que nunca habíamos afrontado. Al volver a Francia monté el material y se lo mostré. Cuando vio cómo su hijo le miraba, empezó a llorar”, arranca Ribeiro Salgado (París, 1974), en la terraza de un lujoso hotel de Cannes, donde se celebró la entrevista durante el festival y donde el filme se llevó el premio especial del jurado en Una cierta mirada.
“Sebastião es un guerrero. No es un tipo dulce y abierto, sino un motor. Pero ese momento, sus lágrimas, me dieron la confianza de que podía filmarle”, añade Ribeiro Salgado. Así, los viajes aumentaron hasta cinco, dos de los cuales (el Gran Cañón de EE UU y Pantanal, en Brasil) no aparecen en La sal de la Tierra. Lo que sí muestra el filme son las visitas de los Salgado a los Z’oe, a la tribu Yali, en Papúa Nueva Guinea, y al Círculo Polar Ártico. Todo ello, narrado por el propio Sebastião, en un relato visualmente extraordinario que mezcla su trabajo y su vida, fotografía y vídeo, colores y blanco y negro. Así, con su arte de fondo, el hombre que inmortalizó guerras y hambrunas, autor de proyectos tan célebres como Trabajadores o Éxodos, narra su hechizo por la naturaleza y los seres que la habitan.
La historia detrás de este resultado es otro relato de Ribeiro Salgado. Mientras el hijo andaba buscando cómo convertir en un filme sus grabaciones del padre, “apareció alguien que quería hacer una película sobre Salgado”. Alguien con una palma de Oro y París, Texas o El cielo sobre Berlín en su currículo. Así, empezó la colaboración con Wim Wenders. El alemán rodaba las “sesiones de cuarto oscuro” (como él mismo las llama) en las que Sebastião comentaba su obra. Y Ribeiro Salgado aportaba la filmación de los viajes. Sencillo, pero no tanto: el material grabado se disparó hasta 1.200 horas.
A la dificultad del recorte se añadieron varios problemas, tanto que la misión les llevó un año y medio de grabación y otro de montaje. Por el camino superaron un choque de egos, una negociación con Sebastião, para saber qué fotos podían utilizar y cuáles no –“él confiaba en que haríamos algo respetuoso y yo en que no me rechazaría tras la salida del filme”-, y la necesidad de no reducir el documental a un desfile de diapositivas. “Creíamos que era un material fuerte pero descubrimos que también había cierta dramaturgia, por cómo Sebastião descubre el planeta y por su manera de mirarlo. Finalmente, el mundo es un lugar cínico pero sigue habiendo espacio para la esperanza. Y eso es lo que intentamos transmitir”, explica Ribeiro Salgado.
“Él es proactivo, va a por la imagen. Su talento no consiste en esperar, sino en que sus fotos permiten a la gente crear una conexión emocional con una persona, una ballena, un paisaje… Porque él mismo tiene esa empatía, está afectado”, agrega el hijo de Salgado. Precisamente así el director corrió el riesgo de ser etiquetado, al menos en su juventud. Al principio de su carrera, cuenta, cometió el “error” de llamarse Juliano Salgado: “Fue horrible. Nunca sabía si conseguía un trabajo por mi capacidad o por otras razones. Me fui a Inglaterra y cambié mi nombre en Juliano Ribeiro”. Tras cinco años así, ganó la confianza necesaria para volver a cargar con tamaño apellido.
Tras 20 minutos de charla, en cambio, el director por fin afronta un tema del que aseguró que no hablaría: “De pequeño le echaba de menos. Es paradójico: le contaba a mi maestro dónde estaba y se quedaba impresionado. Era un padre chulo que hacía un trabajo chulo y sin embargo no estaba, y era doloroso. Pero sus fotos se hicieron famosas, Liberation denunció la hambruna en Etiopia con sus imágenes, y comprendí que había un objetivo en lo que hacía”. A estos recuerdos más duros, Ribeiro Salgado ha ido sumando en el periplo del documental otros para enmarcar. Puesto a escoger, se queda con este: “Para visitar a los Yali cogimos un avión bimotor y caminamos dos días en la selva, donde viven aislados. Y, mientras estoy filmando, uno de ellos coge una ramita y empieza a frotarla con otra. Saltan las chispas, añade más palillos, sopla y ¡sale el fuego! Luego, se sientan todos alrededor, enrollan unas hojas y empiezan a fumar. Y, pese a las diferencias enormes entre ellos y tú, piensas: ‘Joder, no hay tanta distancia”.
El relato termina. Regresar de la selva prehistórica al hoy en día es un instante. O un camarero del bar que trae un papelito blanco: reza cuatro cafés espresso y dos zumos de naranja. Y una cifra del otro mundo.
Babelia
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