El intelectual caminando
Ni un solo momento parpadeó la curiosidad con la que guió sus pasos en la tierra

Al final de su vida Ayala soportaba con resignación las apelaciones a su edad como un signo del tópico que encierra todo elogio a algunos supuestos agrandados de la ancianidad. Para él la experiencia tampoco era un grado de distinción, pues se era sabio, o lúcido, o tonto, con treinta años o con cien, así que había que ir viviendo, hasta que se extinguiera el tiempo propio. Ni un solo momento parpadeó la curiosidad con la que guió sus pasos en la tierra. Así que surcó el centenario abrumado ante tanto homenaje, mirándolo todo con la misma curiosidad que tuvo en sus años de juventud o de madurez, diciendo lo que le daba la gana de la vida pública, confrontando su experiencia con la realidad que se vivía aquí y repartiendo mandobles o advirtiendo, porque la tragedia que fue el centro de gravedad de su propia época le daba materia para alertar ante la tendencia nacional a repetir errores y otros gritos. Fue un intelectual que caminaba; su viaje, en los últimos tiempos, tenía un recorrido estricto, pues lo llevaba de su casa a Academia, pero cuando estuvo en mejor forma su camino fue mucho más largo. Metafóricamente ese trayecto se inició en Granada y tuvo como centro su patria, España, incluso cuando la tuvo que abandonar como consecuencia de la guerra. Y cuando creyó que era el tiempo de volver aquí no cesó en esa tarea de intelectual andante que puso su escritura al servicio de una España más sensata que la que tuvo que dejar aún oliendo la crueldad de la pólvora. Ahora que en este país el redoble es tan mortecino volver a Ayala y a lo que dice en sus Confrontaciones no es sólo es necesario y saludable sino la inapelable lección del maestro que en este volumen preparado por Carolyn Richmond sigue siendo el español que no se conforma y pregunta.
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