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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Poeta y profeta, un intelectual completo

Juan Arias

Es difícil saber si Pier Paolo Pasolini fue mejor cineasta que poeta o semiótico. O también analista y profeta político y social. Fue sin duda un intelectual que anticipó la violencia de los suburbios obreros que hacían de corona de espinas a la Roma eterna, la de los papas y de las intrigas de palacio. Fue él quien denunció el abandono por parte de su partido, el PCI, de aquel proletariado que sufría abandonado en la periferia, lejos de las luces de la ciudad.

Y fue aquella violencia, junto con el poco amor que le dispensaba el poder, la que acabó con su vida, cerca de la playa de Ostia, en circunstancias dolorosas, algunas de ellas sumidas aún en el misterio.

Una vez me confió: “Pensar que moriré sin conocer el alma de la mujer”

Conocí a Pasolini, cuando aún no había rodado El Evangelio según San Mateo, que nació de un congreso celebrado en La Cittadella de Asís sobre literatura. En aquella ocasión uno de los participantes habló de “Jesús, escritor”. y Pasolini se quedó perplejo: “¡Pero si Jesús nunca escribió nada!”.

Cuando le contaron la historia de la escena bíblica de la mujer sorprendida en adulterio en la que ante la presencia de los acusadores, Jesús escribió unas palabras con el dedo sobre el polvo de las losas del templo, Pasolini la vió con ojos de cineasta. Se exaltó y decidió empezar a leer los evangelios.

El poeta y profeta Pasolini era un intelectual completo, de una inteligencia aguda y privilegiada. Un conversador que cautivaba. Cuando se sentaba a almorzar en el comedor de algún congreso, corrían a su mesa sobretodo las mujeres fascinadas con su dulzura e inteligencia. Una vez me confió: “Y pensar que me moriré sin conocer el alma de la mujer”.

Era un ateo —o agnóstico— con una carga tal de curiosidad por todo, que no tenía prejuicios contra el fenómeno religioso. Inconformista, crítico siempre de la situación política, acabó siendo expulsado del Partido Comunista Italiano (PCI) por haber defendido, contra las ideas de sus compañeros de ideología, a los policías contra los universitarios.

Lo hizo publicando un poema en el diario Corriere della Sera después de una batalla que tuvo lugar en Roma, en Via Giulia, entre estudiantes universitarios y policías. Decenas de agentes acabaron hospitalizados. El cineasta salió en defensa de los policias. Decía en su poema que ellos eran los hijos de los campesinos pobres del sur del país, sin estudios y obligados a trabajar desde muy jóvenes. Al contrario que los universitarios, hijos de la burguesía que habían tenido el privilegio de poder estudiar.

Aquel poema fue una bomba política contra la izquierda comunista. Fue un aldabonazo profético que, según no pocos analistas de la época, pudo haber sido la causa última de su muerte prematura, más que sus problemas homosexuales. Lo cierto es que el partido lo abandonó a su suerte y no se preocupó demasiado de profundizar sobre las circunstancias de su asesinato.

Fue una de esas figuras capaces de revolucionar la política, la cultura y la conciencia de un país. Junto con Pasolini, otros personajes de aquella época como Leonardo Sciascia, o Federico Fellini, fueron los artífices indiscutibles de lo que fue considerado como un segundo renacimiento cultural. Curiosamente, a los tres, diferentes en tantas cosas, les unía una misma pasión por la cultura, pero por una cultura no abstracta, académica, sino también política: capaz de influir en la vida social. Todos ellos acabaron siendo, por ello, una especie de conciencia crítica de aquella sociedad rica y poliédrica que ellos vivieron y fecundaron.

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