Rómpete, muñeca
Emma Suárez sigue siendo en el fondo una criatura del barrio de la Latina y su extracción popular le ha regalado buen olfato para moverse en el asfalto
En las tardes del café Gijón un grupo de náufragos, no más de cinco, en torno a un velador crearon una asociación con estas siglas: EDES. Enamorados de Emma Suárez. La asociación no tenía estatutos. Solo era un pacto secreto. En esa tabla redonda donde había cómicos, periodistas y algún magistrado siempre se aludía a ella como si fuera la vestal de una secta. Había un comentario que funcionaba a modo de divisa: Emma Suárez era esa actriz que siempre lo hacía bien. Nadie se permitía discutir este principio. Cuando se hablaba de alguna película o de una obra de teatro donde ella trabajaba junto con otras figuras estelares los cinco enamorados querían ser el primero en decir: Emma es la que está mejor. Su nombre fluctuaba siempre en los carteles sin alcanzar una cima detonante, pero ese segundo primer plano la hacía más atractiva. Era una actriz solo para degustadores y de hecho los miembros de la asociación preferían que se mantuviera siempre así: discreta, con un morbo envasado, con ese mensaje en la mirada como queriendo decir: sólo necesito un buen director que me rompa por dentro.
Su familia era ajena al mundo del espectáculo, pero un día, con 14 años, su padre la llevó a un casting juvenil y a bote pronto consiguió el papel de protagonista de la película Memorias de Leticia Valle, sobre la novela autobiográfica de Rosa Chacel. Sucedió en 1980. Desde entonces comenzó su carrera y al principio su madre la acompañaba a todos los rodajes y la esperaba en todos los camerinos para que ningún lobo se comiera a su Caperucita, pero la adolescente Emma pronto aprendió a manejarse en el bosque dejando piedrecitas en el camino para volver a casa.
La sensación que da esta actriz es que incorpora siempre a su oficio la experiencia que obtiene en la vida. Su manera de actuar tiene algo de artesanía después de fabricarse pieza a pieza el alma todos los días. Frente a la artista pretenciosa ella aporta una labor hecha a mano, como la del alfarero a la hora de modularse. Se sabe guapa pero nunca pone en primer término su belleza; es consciente de que las cámaras la adoran, pero nunca hace valer su fotogenia para esconder o falsificar alguna carencia. Puede que desee la fama, incluso la gloria, pero nunca a un precio que desdibuje su figura de chica normal, que va al supermercado, que está preocupada por su familia, que espera a su hija en la parada del autobús a la salida del colegio y que también va al dentista. Su aire de resistente te da a entender que puedes contar con ella para sacar la carreta del charco. Así se la ve pasar por el barrio de Chamberí con un sombrero o una gorrita en dirección al café Comercial donde entra como si se tratara de un salón del Oeste.
Es muy fácil imaginar a Emma Suárez como esa mujer fuerte, dura de pelar, de una película de vaqueros. Tiene el moño rubio un poco desgreñado mientras saca agua de un pozo, se quita el sudor de la frente con el dorso de la mano, su marido con tirantes y calzones de felpa arregla el tejado de la casa a martillazos, de pronto llegan los cuatreros, Emma puede sacar el rifle y disparar desde una ventana hasta ahuyentarlos; por la tarde el vaquero desnudo se introduce en una cuba humeante y ella lo lava, también le ha dado tiempo a preparar una tarta de calabaza; al anochecer el vaquero lee salmos de Isaías en el libro sagrado balanceándose en una mecedora, cuando Emma aparece en camisón trasparente en el vano de la alcoba y se suelta el pelo que le cae sobre los hombros. El vaquero cierra la Biblia y va hacia ella.
Siempre hay un momento estelar. Emma Suarez ganó un Goya por el papel de Diana, la condesa de Belflor, en El perro del hortelano, la película de Pilar Miró. Bordó el verso después de un duro aprendizaje. El pleno de la asociación EDES proclamó una vez más que su trabajo había sido el mejor, pero ella no es de esas que ni come ni deja comer. Sigue siendo en el fondo una criatura del barrio de la Latina y su extracción popular le ha regalado buen olfato para moverse en el asfalto.
Ya lo dijo Bogart: la gente se divide en dos, profesionales y no profesionales. Si contratas a un asesino, busca que sea un buen profesional. Este principio rige también con los poetas y los artistas, los políticos y los atracadores. Emma Suárez ha dicho alguna vez: “Nada me gusta más que volverme loca”. Puede que sea verdad, pero lo más seguro es que después de una noche de orgía, como buena profesional, a la hora en punto estará en el rodaje o en el camerino y no hay duda que, una vez más, será la mejor, según sus enamorados.
Babelia
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