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fronterizos

Taichí y chotis

'Las tormentas del 48’ es una novela de Galdós que parece escrita hoy: solo los escenarios cambian

Javier Rodríguez Marcos
Uno de los partidos del último Lavapiés Streetball Champs, en la cancha del parque del Casino de la Reina en Madrid.
Uno de los partidos del último Lavapiés Streetball Champs, en la cancha del parque del Casino de la Reina en Madrid. coke casquero

Imaginen una novela en la que se hablara de la proclamación de un Papa liberal y, a la vez, de una España tomada por gente que protesta indignada en las calles ante la corrupción política, que discute sobre la monarquía y que, ahogada por la usura, clama contra los usureros. También de un muchacho con inquietudes sociales que decide cambiarlas por dinero no sin antes convencerse de que las utopías son para el verano y la especulación inmobiliaria para toda la vida. ¿Qué pensarían de una novela así? Posiblemente que se trata de la obra de uno de esos escritores sociales que parecen haber despertado con la crisis. En el fondo, lo es. Lo que pasa es que ese escritor lleva 94 años dormido: se llama Benito Pérez Galdós. De hecho, la novela descrita más arriba se titula Las tormentas del 48 y pertenece a la cuarta serie de los Episodios Nacionales, la dedicada a la era isabelina. Ni que decir tiene que es imposible abrirla hoy sin detener la lectura de tanto en tanto para comprobar la fecha en la que se escribió (1902) o para regodearse en la llaneza del estilo de un hombre que algunos llamaron garbancero tal vez para ahorrarse la molestia de leerlo. Como dijo Menéndez Pelayo en 1897 en su respuesta al desganado discurso de ingreso en la RAE del escritor canario, con el que había tenido alguna agarrada, “su vena es tan caudalosa que no puede menos de correr turbia a veces; pero con los desperdicios de ese caudal hay para fertilizar muchas tierras estériles”. “Hay errores geniales que valen mil veces más que los aciertos vulgares", dijo el mismo y en la misma ocasión.

Sitio de juguete

El Casino de la Reina toma su nombre del palacete que el Ayuntamiento de Madrid regaló a Isabel de Braganza por su boda con Fernando VII en 1816. Galdós lo llamó Sitio Real “de juguete”.

En 1871 se convirtió en la primera sede del Museo Arqueológico.

En 2001 los arquitectos Beatriz Matos y Alberto Castillo lo transformaron en parque.

No es extraño que Rafael Chirbes releyera Las Tormentas... mientras escribía su último y desolador libro, En la orilla. En el fondo, el Pepe Fajardo de Galdós no desentonaría en una de sus novelas. Seminarista ejemplar en Roma, el futuro clerical se le tuerce al muchacho cuando la carne le distrae de los latines que habían embelesado a su madre. Tiene entonces que instalarse en Madrid, "Babilonia de cuarta clase", tomada por los indignados de 1848. Es el año de las revueltas parisinas y de la aparición del Manifiesto comunista. “Ya en Francia no se dice las turbas, sino las masas, nombre nuevo del populacho”, dice uno de los personajes, “y me parece que también por acá vamos a tener masas, que es lo único que nos faltaba. Fajardo simpatiza con esas masas en rebelión hasta que elige comer y no ser comido.

La novela de Galdós, tan pegada a la calle que por momentos huele a aceite de freír, tiene uno de sus escenarios finales en el llamado Casino de la Reina, un Sitio Real “de juguete” —esto es, “ni un Versalles ni un Pincio ni un Aranjuez”— a orillas de la calle Embajadores, por entonces frontera del Madrid presentable. Todo suena actual en el libro menos ese lugar. Hoy esa periferia es centro y el Casino es un parque, pero el barrio que lo rodea, Lavapiés, sigue teniendo algo de pueblo dentro de una ciudad en la que el cosmopolitismo no es más que el casticismo por otros medios. Basta echar un vistazo a la red de metro: a cada rutilante Campo de las Naciones le corresponde su Arroyo Culebro.

Indignados, usureros, especuladores, corruptos... Todo eso está en el libro

El de Lavapiés es, en el fondo, un multiculturalismo pueblerino con olor a cocido y a curry, a cerveza barata y a hachís. Mientras los parroquianos de siempre —20 años sin despegarse de esa barra— hacen turnos en las bodegas de Méntrida saludando por su nombre al que pasa, un peluquero de la misma calle —Tribulete— insiste en dar la llave del negocio a dos clientes a los que apenas conoce para que esperen dentro mientras va a la mezquita. Cosas de pueblo, ya se ve. Cuando Gerardo Vera dejó la dirección del Centro Dramático Nacional su único lamento fue no haber conseguido que el Teatro Valle-Inclán se abriera del todo al barrio. O viceversa. Difícil competir con la plaza —edición de bolsillo de la asamblea general de la ONU—, el Carrefour de la esquina —verdadera catedral del barrio—, la plaza de Agustín Lara —donde juegan al criquet los pakistaníes— o con el propio Casino de la Reina, un lugar en que mujeres con velo y mujeres con chándal hacen kilómetros de bicicleta estática en uno de esos gimnasios de diseño que ahora brotan al lado de los toboganes.

Un día celebraremos la aparición del Galdós de estos tiempos, alguien que dé al español lo que le dieron al inglés Kureishi y compañía, menos Misericordia que El buda de los suburbios. Tal vez sea uno de esos críos que juega al fútbol en la puerta del Todo a cien de sus padres o uno de los que entra a comprar embutido en la camiseta del Atlético de Madrid, pero no podrá ser un novelista rosa porque este verano hay plaga de chinches, la policía pide la documentación a la gente de piel oscura —queda exento el bronceado de playa—, el racismo no es exclusivo de los blancos y la reciente prosperidad cultural puede subir los precios de los alquileres hasta que un día solo puedan pagarlos aquellos para los que el barrio fue en otro tiempo la frontera bárbara. Los que saben lo llaman gentrificación.

Los inmigrantes pueden ser al español lo que fueron Kureishi y compañía al inglés

Pero un día el Galdós del futuro podría contar que fueron los vecinos los que, cansados de esperar al alcalde y ayudados de una cizalla, abrieron sin inauguración las pistas de baloncesto y futbito del galdosiano Casino de la Reina, en las que cada día se juega por el método de preguntar si se puede, como toda la vida pero con más colores. Durante las fiestas de verano el sincretismo, como el calor, aprieta y no es extraño encontrarse parejas vestidas de lo más raro —también el chulapismo es étnico— ensayando unos pasos de chotis o de taichí, esas dos tablas de gimnasia en las que, como apuntan los semiólogos del multiculturalismo, lo verdaderamente decisivo es la lentitud. El mundo es un pañuelo.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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