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Un mundo ahí fuera
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La habitación china

Javier Sampedro

El otro día resolvimos una cuestión trascendental —¿de dónde venimos?— y ahora el tiempo está maduro para la segunda: ¿Adónde vamos? ¿Cuál será la próxima revolución del conocimiento?

Lo más probable es que sea el entendimiento del cerebro. Legiones de pensadores clásicos, desde Ramón y Cajal hace un siglo hasta John Searle en tiempos recientes, han intentado disuadir a los científicos de ese vano propósito: creen que la ciencia puede describir las partes de la mente, pero no entender el todo; creen que hay unas cosas que llaman qualias —la rojez del rojo, la dolorosidad del dolor— que van más allá de la mera percepción del color o del dolor, y por tanto demuestran que la mente humana es más trascendente que la suma de sus partes. Searle, en particular, ha diseñado un ingenioso experimento mental —como los que usaba Einstein para penetrar la realidad— llamado la habitación china, que representa un hipotético módulo cerebral del lenguaje. Un hombre preso en una habitación blanca y aséptica recibe de vez en cuando una cuartilla por debajo de la puerta; la cuartilla contiene un ideograma chino, y el hombre ha aprendido de algún modo a clasificarlo según su función sintáctica: sujeto, artículo, conjunción, verbo, lo que sea. ¿Entiende chino ese pobre presidiario? No. Ese es el gran argumento de Searle contra nuestras absurdas pretensiones de entender la mente humana.

Pero los módulos especializados del cerebro no son compartimentos estancos, o habitaciones chinas como la de Searle: tienen ventanas por las que se ven otros módulos vecinos, y teléfonos para comunicarse con habitaciones de otros barrios. La vanguardia de la neurociencia actual trata de entender esas relaciones de largo alcance, las armonías globales que enlazan el color de una cosa, el objeto al que pertenece y la emoción que produce en un solo qualia, en una experiencia consciente con toda esa profundidad y todo ese contexto que tanto confunden a los filósofos y a los científicos anticuados. La neurociencia actual pretende entender la mente humana, y no parece que ande muy lejos de ello.

¿Y de qué nos servirá entender la mente? Ay amigos, si hay un principio general de la historia de la ciencia es que el conocimiento profundo precede a la revolución social, incita al cambio económico, espolea a los creadores artísticos. De las ecuaciones de Newton brotó la revolución industrial, de las de Maxwell la era de la electricidad, de las de Einstein y Bohr una nueva comprensión del mundo físico que ha generado nuestro mundo de computación, comunicación y mutación social.

De la comprensión del cerebro emergerá un cambio todavía más profundo. Las interfaces entre el cerebro y la máquina —que de hecho ya existen, con los implantes cocleares y las retinas artificiales— mejorarán como el amanecer mejora a la penumbra, y nos permitirán no solo ayudar a los discapacitados, sino también multiplicar nuestras capacidades naturales, conectarnos a Google con la mente y mover objetos a medio planeta de distancia. Por mentira que les parezca a algunos, nos volveremos más listos. Más listos incluso que el filósofo Searles.

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