I love Louie
La nueva serie no cabe en un cajón, y cuenta más en veinte minutos que muchas películas
Al principio no me caía bien. Pensaba: “Sí, muy brillante, muy gracioso, pero demasiado listo, demasiado agrio para mi gusto: para eso me quedo con Larry David”, así que no me enganché a Louie. Luego supe cómo consiguió el control. Compró o alquiló la cámara ideal, una Red Epic, y rodó el piloto para no pasar por el típico latazo de ir de productor en productor, contar la idea, esperar a que todo el mundo opinara, etcétera. Funcionó. Rodaba tres días a la semana y, mientras sus hijas estaban en el colegio, montaba el material en su portátil: pura escuela de Nueva York puesta al día. En la cuarta temporada volví a entrar y ahora no querría salir.
Hubo una larga pausa entre la tercera y la cuarta: año y medio de descanso, que exigió a la cadena FX para “mejorar el contenido”. Y vaya si ha mejorado: la escritura, la dirección y, sobre todo, la mirada. Aquí hay una hondura y una poesía extraña, agridulce y melancólica, que rara vez suele brotar en las series de humor (aunque la categoría “serie de humor” se le queda muy corta). No digo que antes no estuviera todo eso, pero ahora la floración es perfecta, rotunda: la nueva Louie no cabe en un cajón, y cuenta más en veinte minutos que muchas películas en hora y media.
Ahora veo a un tipo esencialmente decente, atrapado, por torpeza propia y porque el mundo es cada vez más invivible, en una red de catástrofes, pero que no renuncia a seguir siendo, a su manera, optimista y combativo. La estructura se ha vuelto libérrima. Hay historias cerradas, relatos perfectos: me quito el sombrero ante ese viaje a Ricolandia de la mano de un Seinfeld tan siniestro como Jerry Lewis en El rey de la comedia, y el encuentro de Louie con la chica dorada que le ríe los chistes hasta que pasa lo que pasa. Y me lo vuelvo a quitar ante el doble mortal con tirabuzón de la angustia que brota a chorro libre una tarde de invierno, en los amenazadores pasillos del metro de Manhattan, y ante el arrasador diálogo, a orillas del río, con Sarah Baker, esa actriz doblemente grande.
Relatos como puños o manzanas envenenadas, alternándose con historias arborescentes, que se extienden de episodio en episodio: las sucesivas entregas de The Elevator, empapadas en perfume Chejov. Esos amantes que hablan idiomas distintos, ese amor con fecha de caducidad y, pese a eso, la voluntad de no cambiarlo por nada. ¿Quién es ella? Claro, hace treinta años que no la veíamos: Eszter Balint, la chica que viajó a Cleveland en Extraños en el paraíso. Balint y Louie: mi reparto ideal para La dama del perrito. Es puro Chejov la hermosa escena de la carta en el restaurante húngaro, y el mágico dúo de violín en el rellano con la hija pequeña, la prodigiosa Ursula Parker, y son chejovianísimos esa Arkadina exiliada que interpreta Ellen Burstyn, y el doctor Bigelow, ese áspero maestro zen que es — espera un momento — ¡sí, claro, Charles Grodin, otro fantasma del pasado! Antes hablaba de la escuela de Nueva York y de repente resplandece, indudable, el maestrazgo y el vendaval de Cassavetes, su sabiduría y su risa loca y su urgencia, Louie mezclando en su retorta la furia de no entender a Amia y la tormenta apocalíptica de Corrientes de amor. ¡Y este collar todavía no ha acabado de mostrar sus perlas!
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