Culpables de movida
Es imposible que los compositores de los años ochenta se diseñaran en un despacho
Cada cuatro o cinco años, es tradición que aparezca la enésima denuncia de la supuesta insidia y falsía de la movida madrileña. Este año le ha tocado a Lengua de Trapo publicar el libelo de guardia, y la buena noticia es que el texto viene firmado por Patricia Godes, una de las pocas (junto a Sagrario Luna) rock-critics femeninas de aquella época.
En un mundo tan machista como el de la crítica de rock, Godes siempre se distinguió por su espíritu a la contra y entregó algunos de los momentos más divertidos y estimulantes (con y sin fundamento) de la crítica rock a principios de los ochenta. Patricia ya tenía entonces una forma de escribir que obligaba a respeto, incluso cuando no era posible aceptar sus conclusiones. Su desparpajo, su independencia, sus exageradas generalizaciones, que ya entonces defendía con una consistencia verbal y humorística notable, aireaban, y siguen haciéndolo, la atmósfera carbonosa de la prensa musical patria.
Godes recibirá ataques y reproches por su libro puesto que, cuando coge la pluma, se transfigura en una criatura audaz, dionisiaca
Esta vez, para conseguir oxígeno, no hace ascos ni siquiera a ponerse en tratos con los estereotipos más indefendibles, como aquel de que la movida habría sido inventada por Felipe González o Tierno Galván para acabar con las reivindicaciones de la izquierda. Por supuesto, es imposible que los incontables compositores adolescentes que aparecieron en aquella época se hubieran podido diseñar en un despacho, pero es cierto que rusticidades de pensamiento como esa tienen su público. Es el mismo tipo de audiencia conspiranoica que suscribe el tópico sin fundamento de acusar a la movida por la defunción de los cantautores políticos y del rock urbano, confundiendo los crepúsculos estrictamente personales con los colectivos.
La movida, en cambio —supongo que por su ausencia de característica de “verdad revelada”—, no suele culpar a nadie de su propio final, no busca conspiraciones exteriores. Admite la idea de que las cosas se agotan, tarde o temprano, por sí mismas. Lo conspiranoico es humano: cuando llegas con una verdad revelada y la gente no parece hacerle mucho caso, es una tentación explicar ese desinterés atribuyéndolo a un sabotaje exterior antes que aceptar que quizá tu verdad estaba equivocada.
En cualquier caso, bienvenido el debate, sobre todo cuando está servido, como aquí, por una cuña de la propia madera. Godes recibirá ataques y reproches por su libro puesto que, cuando coge la pluma, pierde el mundo de vista y se transfigura en una criatura audaz, dionisiaca a la que, por la propia inercia del estilo, le cuesta criticar sin destruir. Pero no hay que olvidar que fue gran amiga de Manolo Campoamor, uno de los fundadores de Kaka de Luxe, participó bien de la época e hizo cosas tan curiosas como vaticinar la muerte del rock de guitarras por machista (justo antes de que eclosionaran Joe Satriani o los Sonic Youth).
Por tanto, quedémonos con su capacidad para la sabrosa anécdota, la paradoja mental de fondo y tratemos de no olvidar que solo los dogmáticos acusan de traidor al disidente. Podemos ser, eso sí, escépticos con las conclusiones en las cuales, como suele ser usual, se tira a bulto. Ahora bien, eso sí: ¿tanta especulación extrema no complicará finalmente entender aquella cosa tan ridícula y entrañable que fueron los ochenta?
Alaska y los Pegamoides. El año en que España se volvió loca. Patricia Godes. Lengua de Trapo. Madrid, 2013. 312 páginas. 16,50 euros.
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