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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Series y estilo

Marcos Ordóñez

Buscando hueco para los desbordantes devedés de la estantería me pregunté ayer si volveré a a ver todas las series que tanto me gustan y que estoy atesorando como oro en paño para los días de escasez. La cuestión tiene más subcláusulas que un contrato blindado. Desde luego, me digo, hay en todas ellas grandes guiones e interpretaciones superlativas, pero quizás el exceso de tramas y subtramas juegue un poco en su contra. La mayoría, me repito lo sabido, siguen la mecánica de las novelas por entregas, y tal vez despojadas de la intriga y la velocidad que nos impulsaron a devorar un episodio tras otro, nuestras ganas de verlas de nuevo se adelgacen. Vale, pero según ese razonamiento no reelerías a Dickens, por ejemplo. Dickens fue uno de los padres fundadores y estructuró serialmente buena parte de sus novelas, aunque si vuelvo a leerlas bien pueda ser porque su estilo me acoge como una casa de infancia, más allá de los argumentos, cuyos pormenores solo recuerdo en líneas generales. Va a ser el estilo. Siempre es el estilo. Claro.

La ficción televisiva que mejor se sostendrá quizás sea, aventuro, la menos deudora de la serialidad compulsiva, desde las grandes comedias (mundos cerrados en sí mismos, casi arcádicos, como Frasier o Senfield) hasta los relatos (Mad Men, Los Soprano, The Wire) que avanzan como un río o un pozo en vez de ser cangilones de una noria febril. Podría ser, aunque no sé si estoy del todo de acuerdo conmigo mismo.

La ficción televisiva que mejor se sostendrá quizás sea la menos deudora de la serialidad compulsiva

Porque, por ejemplo, Twin Peaks, la gran renovadora de la televisión de los ochenta, me deslumbró en su día: no creo que nadie pueda negarle toneladas de estilo para sostenerse por sí misma, y sin embargo no he vuelto a verla. Quizás tenga yo demasiado frescos sus entresijos. O quizás tema una decepción, no sé. Por otra parte, habría que definir lo que es estilo. ¿La forma de contar? ¿Lo que no se deja resumir?

Voy a ello. He vuelto a ver, con admiración babeante, Rumbo a lo desconocido (The Outer Limits, 1964). La primera serie que vi en mi vida, y de eso hace cincuenta años exactos. Desde luego, lo de menos eran los argumentos. O sus “valores de producción”, como dicen los ejecutivos de Hollywood. Era una serie tosca, con monstruos de cartón piedra y guiones malhilados, pero atravesada por un poderosísimo viento de locura. Comprobé que lo que te clavaba en su asiento era su atmósfera pegajosa, su perfume de flor malsana, su calidad de pesadilla filmada, el blanco y negro contrastado hasta la irrealidad. Los espacios vacíos, los ángulos dislocados, las sombras casi expresionistas, los rostros en primerísimo plano, casi chocando contra la pantalla, como enormes insectos pugnando por escapar de una caja de cristal: puro estilo. Atrapo una última hipótesis, más palmaria: si no volvemos a ver ahora muchas series más o menos recientes es porque siempre hay otra llamando a la puerta. Con los libros pasa un poco lo mismo: por motivos laborales o simple curiosidad, cada novedad desplaza a la anterior. A veces a media lectura, lo que es horroroso. Para terminar, me (contra) digo de nuevo y pienso que he visto incontables veces las dos partes de El Padrino, pero aún no he repescado Los Soprano. ¿Hará falta que pasen cincuenta años? Mal lo tengo.

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