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universos paralelos
Columna
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El precio de la felicidad

Pharrell Williams infravaloró la ansiedad contemporánea por formar parte de una comunidad virtual.

Diego A. Manrique

Europa se autocongratula: somos tolerantes, votamos a Conchita Wurst en número suficiente para lograr que ganara Eurovisión. Tal es la lectura de la propia Conchita, que destaca que los eurofans ignoraron la homofobia oficial de Rusia o Turquía ante su presencia.

 Cierto: conviene no olvidar que vivimos en un espacio de (relativa) libertad, una libertad desconocida en otras latitudes. La pasada semana, asistimos a un zarpazo de intolerancia que pasó casi desapercibido. Por lo menos en España, donde los horrores de Irán no provocan manifestaciones ni comunicados de condena.

 Seguro que conocen el efervescente “Happy”, de Pharrell Williams. Desde su publicación en 2013, se convirtió en fenómeno viral. Lo alentó el astuto Pharrell, que patrocinó lo que llamó “el primer video de 24 horas del mundo”, con 360 recreaciones del clip original. Muchos segmentos fueron rodados por profesionales, con steadicam y en Alta Definición; abundan las celebrities.

Creo que Pharrell infravaloró la ansiedad contemporánea por integrarse en una comunidad virtual. Por todo el planeta surgieron versiones donde los protagonistas proclamaban su felicidad. Hay una página web que, a estas horas, reúne 1.830 “Happy” más o menos caseros.

 Habría quedado como otro banal récord del mundo digital, de no apuntarse una productora de Teherán. Su “Happy” resulta enternecedor, por la sensación de que los protagonistas querían vestirse como hipsters occidentales y les falló el vestuario; las chicas parecen haberse quedado en el look de Madonna años ochenta.

Lo que a nosotros nos resultaba inocente, a ojos de las autoridades iraníes era “vulgaridad” y “daño a la castidad pública”. ¡Jóvenes tocándose mientras bailan en una terraza! ¡Mujeres que no llevan hiyab!. A las pocas horas de darse la alarma, la policía había detenido al menos a media docena de los participantes.

Ninguna hazaña detectivesca, que conste: el video Happy We are from Tehran incluía créditos. La TV gubernamental emitió un reportaje particularmente repugnante donde los arrestados –ellas, ahora con los obligatorios pañuelos de cabeza- aseguraban que fueron engañados, que creían participar en un casting. El jefe de policía extraía la moraleja: “nuestros queridos jóvenes deberían intentar evitar a ese tipo de gente. Actores, cantantes y ese tipo de problemas. Intenten evitarlos”.

Inmediatamente, Twitter ardía con la consigna #freehappyiranians. Intuimos que en el recalentado invernadero que es la política iraní, el asunto servía una vez más para enfrentar a aperturistas con guardianes de la ortodoxia revolucionaria. Fue el presidente de la República Islámica, el moderado Hasan Rohaní, quién resolvió el conflicto. Publicó un tuit: “la felicidad es un derecho de nuestro pueblo. No deberíamos ser demasiado duros con comportamientos causados por la alegría”. Los protagonistas apresados eran liberados tras pagar una fianza pero el director del video continua entre rejas.

¿Trivial? Cada cual tiene su balanza para calibrar el grado de autonomía individual en un país. De Irán, uno recibía mensajes contradictorios. Visitantes que traían historias de horror, diplomáticos que contaban que, en las residencias del norte de Teherán, una vez que traspasaban las puertas, sentían que habían vuelto a las fiestas del Madrid de la movida (usen su imaginación…)

Por cierto, tocar rock está vetado en Irán. Si las patrullas de la moral detectan un concierto, destrozan instrumentos y equipo. Terminan en la comisaria todos: músicos y público. Ya lo denunció The Clash, con “Rock the casbah”. Hace 32 años.

 

 

 

 

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