Tragedia subjetiva
El Teatro Real recibe con división de opiniones el estreno de Los cuentos de Hoffmann, la última producción de Gerard Mortier
Corría el año 1992 cuando el director de escena Christoph Marthaler y la escenógrafa Anna Viebrock presentaron en el teatro de Basilea la obra de Fernando Pessoa Fausto, tragedia subjetiva. Ese año obtuvieron los máximos reconocimientos teatrales que otorga el cantón suizo. El poema de Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa, Ultimátum es recitado en castellano por la costarricense Altea Garrido en la parte final de la versión de Los cuentos de Hoffmann que se representa estos días en el teatro Real. Viene como anillo al dedo para testimoniar las ideas del equipo escénico sobre el mundo que nos rodea y el trasfondo de lo que quieren mostrar con su trabajo teatral y plástico alrededor de la ópera inacabada de Offenbach, pero también se podía haber evitado. Es un añadido que en su condición de tal se puede aceptar o rechazar. Lo que es innegable es que da pistas sobre la intencionalidad del montaje. ¿Rompe el ritmo? Sin duda, pero no es excesivamente grave en ese momento de la representación.
El concepto multidimensional en la aproximación teatral es evidente en la obra
Si la sombra de Pessoa es alargada no lo son menos las de Offenbach y Mortier en la trayectoria profesional y humana de Marthaler y Viebrock. Del primero realizaron ya un colosal trabajo sobre La vida parisina en la Volksbühne de la plaza Rosa Luxemburg de Berlín en 1998, con un humor sutilmente burlón al límite del absurdo, y hace cuatro o cinco años han puesto en pie en Basilea La gran duquesa de Gerolstein, una obra de la que Viebrock ya había hecho sus pinitos en Gelsenkirchen, en el corazón de la cuenca del Ruhr, en 1986. Es un autor con el que, evidentemente se sienten a gusto, algo que se manifiesta en Los cuentos de Hoffmann, por su libertad creativa y su adopción de un tono entre surrealista, irónico y de locura contenida a la hora de mostrar el viaje de Hoffmann por su pasado real o imaginario, un viaje que coincide con el de Fausto al menos en su condición de “tragedia subjetiva”. La otra sombra, la de Mortier, se muestra por partida doble en el terreno afectivo. Además de la coincidencia de haber conocido a Sylvain Cambreling en 1978 mientras dirigía esta obra en París, precisamente el Círculo de Bellas Artes ha sido algo así como el fetiche cultural de Mortier —junto al Museo del Prado y el Goethe Istitut— en sus años madrileños. En 2009 recibió la medalla de oro de la institución, un año antes que Claudio Abbado, dos años después que Pierre Boulez, por citar ejemplos musicales. Anna Viebrock cogió el testigo de esta vinculación y la escenografía es una síntesis de los espacios del Círculo, desde la pecera al taller de pintura o la sala de billares. Pero sobre todo es una imagen del carácter cosmopolita, abierto, polifacético y en cierto modo laberíntico de la institución. El trabajo de campo ha sido preciso y el resultado artístico convincente.
Las sombras de Offenbach y Mortier son alargadas en la trayectoria profesional y humana de Marthaler y Viebrock
El público acogió con sonora división de opiniones el trabajo de Marthaler, uno de los directores de ópera y teatro más consistentes y originales del planeta. Su dirección de actores, el ritmo escénico que crea o el trabajo con los coros son de un rigor conceptual fuera de lo común. En España se ha prodigado poco en su faceta lírica. En el Liceo de Barcelona, Joan Matabosch obtuvo uno de sus mayores éxitos con la programación en 2002 de Katia Kabanova, procedente del Festival de Salzburgo, con el valor añadido de un trabajo extraordinario de Cambreling al frente de la orquesta. En Madrid, antes de su interesantísimo Wozzeck la pasada temporada en el Real, se había podido ver en el Festival de Otoño A Primavera Winch Only, un espectáculo sorprendente a partir de La coronación de Popea, de Claudio Monteverdi, que fue acogido de forma entusiasta. En el planteamiento de Los cuentos de Hoffmann, Marthaler incide en el lado trágico del personaje; respeta a su manera el carácter particular de los tres cuentos —El hombre de arena, El consejero Krespel, Aventuras de la noche de San Silvestre— que dan origen a los personajes de Olympia, Antonia y Giulietta; da prioridad al lado reflexivo; y presenta una estética compleja con ecos de Magritte —como en la puesta en escena de Pelléas et Mélisande, en Francfort— , Man Ray, las nuevas tecnologías y esa irrenunciable plástica cotidiana que caracteriza todos los montajes de la pareja Marthaler-Viebrock. Escenas como la del coro de arpistas, pongamos por caso, sacan a la luz su particular sentido del humor. El concepto multidimensional en la aproximación teatral es más que evidente.
Musicalmente, la representación estuvo a gran altura. Sylvain Cambreling realizó quizás su mejor trabajo hasta la fecha en Madrid, demostrando su afinidad e idoneidad con el repertorio francés. Su Offenbach está a la altura de sus Berlioz, Debussy y Messiaen. La orquesta estuvo impecable, el coro realizó una labor teatral excepcional y en cuanto a los cantantes el reparto fue homogéneo, lo cual es de agradecer, sobre todo por el buen nivel de los personajes secundarios. Defendieron magníficamente sus cometidos Eric Cutler, Measha Brueggergosman o Ana Durlovski, y fue emocionante volver a ver en escena a Anne Sofie von Otter. En resumen, unos Cuentos de Hoffmann que a nadie dejarán indiferente. La respetable y muy taurina división de opiniones siempre es bienvenida. Cualquier reacción es preferible a la indiferencia.
Babelia
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