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OBITUARIO

María Lassnig, artista de la conciencia del cuerpo

Las obras de la pintora austriaca, cuyo reconocimiento fue muy tardío, gravitan sobre la representación de la propia figura

Maria Lassnig, en su estudio de Viena en 1998.
Maria Lassnig, en su estudio de Viena en 1998.GETTY

En una época en que el autorretrato —selfie— y la cultura del Instagram representan la banalidad y la desencarnación del individuo, las pinturas de Maria Lassnig —siempre en torno a la figura humana, la suya propia— resultan de una intensidad inquietante, extrañas, burlonas, muestran el incendio inminente en el cuerpo de una mujer protagonista de su propio drama en la Viena heredada de Freud y Kokoschka. Lassnig dejó de existir el pasado martes a los 94 años y con su desaparición se cierra el penúltimo capítulo de la historia del arte (y del reconocimiento casi póstumo) de las mujeres artistas obstinadas en representar la naturaleza en marcha. Con Nancy Spero (1926-2009) y Louise Bourgeois (1911-2010), Maria Lassnig culminó desde un profundo sentido de la soledad el viaje hacia la psique humana y lo primitivo, un fabuloso y antiheroico contragolpe a las categorías convencionales de la pintura representadas en Las señoritas de Avignon que responden a todas las preguntas acerca de la interiorización, fragilidad, represión y expresión del cuerpo de la mujer. “Comienzo con una experiencia corporal. Entonces llegan las preguntas existenciales. La enfermedad, la naturaleza maltratada, la guerra. Pinto la suma de mis estados”. Así describía Lassnig sus pinturas, la expresión de “la conciencia del propio cuerpo”, como recordaba el diario austríaco Der Standard al informar sobre su muerte.

Maria Lassnig nació en Kappel am Krappfeld, en la región austríaca de Carintia, en 1919. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Viena durante la II Guerra mundial. Una de sus primeras pinturas, realizada justo después de la caída de Hitler, fue un autorretrato expresionista que fijaría el modelo sobre el que iban a girar todas sus representaciones posteriores: los mismos rictus, las mismas posturas, el mismo patetismo y drama interior enquistado en el cuerpo y percibido desde el interior. Su retrato parece que asuste, pero es ella la que está atemorizada, aunque lista para defender lo único que realmente es suyo, su cuerpo. Quizás sea esta una de las razones por las que la artista siempre se negó a tener descendencia. El impacto que produce cada uno de sus autorretratos servirían hoy como proclama visual contra cierta legislación moralista que busca paralizar la libertad individual de la mujer.

La pintura de Lassnig no es goyesca, al contrario, utiliza colores luminosos y pasteles. Sus retratos pueden ser enaltecedores de vida pero también son aborrecibles, satíricos. Lassnig se representa a sí misma mirando directa y ferozmente al espectador, haciéndole ver que cada día hombres —y mujeres— invierten con sus acciones en ese banco de memoria patriarcal que incesantemente les expropia. Fue precisamente ese insobornable compromiso con el “yo” y con la estética de lo abyecto lo que le impidió entrar en un sistema del arte que etiquetó su forma de pintar como “degenerada”, el mismo sistema que años más tarde solo fue capaz de gravitar sobre una pintura muy dulcificada o que solo admitió unas prácticas feministas por otros medios, como el happening y el vídeo. En 1968, Lassnig se trasladó a vivir a Nueva York para buscar nuevas oportunidades. Tardó cuarenta años en ser reconocida. Hace poco más de una década, la galería Petzel inauguró su primera muestra individual en Nueva York. La artista ya era octogenaria. En la actualidad, el PS1 MoMA exhibe una gran retrospectiva de su obra y sus pinturas y películas de animación únicamente están ya al alcance de las grandes colecciones.

En 1980 Lassnig se instaló definitivamente en Austria, donde comenzó a ejercer como profesora en la Escuela de Artes Aplicadas de Viena, convirtiéndose en la primera mujer en lograr ese puesto. Fue cuando se le empezó a reconocer en su país, donde la pintura de Egon Schiele y Oskar Kokoschka, el accionismo de Valie Export (con la que representó a su país en la Bienal de Venecia de 1980), el cine de Michael Haneke y la prosa de Elfriede Jelinek son denominación de origen. El año pasado, la Bienal de Venecia le concedió el León de Oro a toda su carrera, un galardón que no pudo recoger en persona por su delicada salud y que aceptó criticando su tardanza: “Después de 70 años pintando, con muchas privaciones y necesidades, tras muchas exposiciones y éxitos que llegaron tarde, debo ahora recibir este gran premio, que ya no me es posible recoger en persona”, dijo en el discurso que hizo leer en la ceremonia.

Ironías del azar, Lassnig murió el mismo día que Cornelius Gurlitt, el heredero de una fastuosa colección de arte en parte expoliada a los judíos, en su mayoría pintura expresionista considerada “degenerada” por el régimen nazi.

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