Otro Gershwin
Sus temas aguantan idénticos las versiones y se adaptan al estilo de quien las interpreta con talento
Uno ama hasta una cierta edad las películas sin saber que alguien las ha dirigido, y los libros sin pensar que tienen autor. También puede enamorarse para toda la vida de una música y solo al cabo de mucho tiempo enterarse de quién la compuso. Yo tendría 14 o 15 años cuando escuché por primera vez una música de George Gershwin, pero ese nombre tardé bastante en descubrirlo, y la canción suya que me hizo tanta impresión, Summertime, creí que pertenecía a quien la cantaba, que era Janis Joplin. Estaba en una máquina de discos, en un bar de Úbeda, y relucía como un pájaro de plumaje muy raro en medio del repertorio habitual de canciones pop de veraneo y coplas rancias. Que hacia 1970 Janis Joplin y George Gershwin hubieran llegado a un bar de cañas y tapas de la Andalucía interior es un indicio del cambio de los tiempos que estaba ya sucediendo entonces bajo el caparazón geológico del franquismo tardío, como esos arroyos que corren ocultos bajo un glaciar en retroceso. También es una prueba de la vitalidad de un compositor que ha perdurado por igual en la interpretación canónica de sus obras extensas y en las versiones cambiantes y hasta insospechadas que músicos de casi cualquier escuela han hecho y siguen haciendo de sus canciones más conocidas. Yo tardé en enterarme de que Summertime no era una canción de Janis Joplin, y más aún en asistir por primera vez a una función de la ópera de Gershwin a la que pertenece, pero la tristeza y la dignidad de esa música me sobrecogían cada vez que volvía a escucharla después de introducir una moneda en la máquina de discos, y su rastro lo he ido siguiendo a todo lo largo de mi educación como aficionado a la música.
Gershwin es siempre Gershwin, cantado a gritos por Janis Joplin o con la melosidad dúctil de Ella Fitzgerald, interpretado por una orquesta sinfónica o por la trompeta solitaria de Louis Armstrong, o por el Miles Davis sinuoso de los años cincuenta, o por Charlie Parker, que se pasó la vida inventando variaciones sobre I Got Rhythm. Cada canción de George Gershwin, con la correspondencia exacta de las letras de su hermano Ira, tiene la virtud de mantenerse idéntica a lo largo de un número ilimitado de versiones: y también tiene la flexibilidad, casi la cortesía, de adaptarse al estilo o a los propósitos de quien la interpreta con talento. En la voz de Helen Forrest o de Fred Astaire, las canciones de Gershwin flotan con una liviandad de musical en blanco y negro, con una melancolía de fondo que no llega a tomarse en serio a sí misma. Cuando Nina Simone o Billie Holiday cantan I Loves You Porgy estamos escuchando una declaración de amor que es un rendirse de antemano a la fatalidad y a la desgracia. El espíritu de Gershwin alienta con la misma fuerza en las apoteosis de los musicales de Broadway y en el intimismo de una jam session a deshoras en un club.
Como tantos maestros de la cultura más plenamente americana, era un hijo de emigrantes casi recién llegados. Se crió en calles tumultuosas de Brooklyn en las que el ruso y el yídish se oían más que el inglés. Tuvo la suerte extraordinaria de que su vocación musical despertara justo en los tiempos del estallido del jazz y de la edad de oro del vaudeville y de los musicales de Broadway. Los rollos perforados para las pianolas y los primeros discos de pizarra alimentaban el mercado de las canciones populares que se vendían por unidades en las tiendas de música en las que Gershwin empezó a trabajar como plugger a los 17 años. Tocaba las canciones al piano para convencer a los posibles clientes de que las compraran. La radio primero y luego el cine sonoro dilataron al máximo el territorio prodigioso de la música popular. Con poco más de veinticinco años Gershwin ya era un compositor de mucho éxito. Pero más rápido todavía que el éxito fue el progreso de su vocación, el tránsito de la precocidad a la madurez. Rhapsody in Blue es una obra brillante, pero todavía juvenil e inconexa, y la orquestación no es de Gershwin. El concierto de piano, escrito solo un año después, muestra todavía la ansiedad del artista joven por desplegar todas sus facultades y está igual de atravesado por los aires del jazz, pero ya posee una arquitectura bien trabada y un sentido orquestal que lo acercan a la otra gran querencia de Gershwin, la música europea, la tradición del virtuosismo romántico, la modernidad serena e irónica de Maurice Ravel.
El legado de Gershwin es tan rico que se nos olvida el poco tiempo que vivió, lo enorme de su promesa frustrada
El legado de Gershwin es tan rico que se nos olvida el poco tiempo que vivió, lo enorme de su promesa frustrada. El joven que en 1924 improvisaba en menos de una semana la partitura de Rhapsody in Blue se convierte en solo diez años en el autor de una ópera con toda la amplitud, la ambición, la originalidad de Porgy and Bess. Y a continuación se va a Hollywood y salta de la gran ópera al cine musical, y compone para el Shall We Dance de Fred Astaire y Ginger Roger algunas de sus canciones más duraderas y joviales: ‘They All Laughed’, ‘Let’s Call the Whole Thing Off’, ‘They Can’t Take That Away from Me’.En su último libro, On My Way, centrado en la colaboración entre Gershwin y Rouben Mamoulian en el montaje de Porgy and Bess, el musicólogo Joseph Horowitz reflexiona melancólicamente sobre todo lo que se perdió con la muerte temprana de un compositor que hacia 1937 estaba alcanzado su plena madurez. Cómo habrían sido las obras que Gershwin tenía en proyecto: un cuarteto de cuerda, una cantata sobre Abraham Lincoln, un concierto de violín. Y cómo la presencia continuada de Gershwin habría fecundado la música americana, haciendo tal vez que arraigara en ella lo que nadie más que él había logrado, algo que Horowitz llama cultural fluidity, la simultaneidad de lo popular y lo culto, el influjo del jazz y los spirituals, y el de los músicos europeos a los que Gershwin reverenciaba, no solo Ravel, sino también Alban Berg y Arnold Schönberg.
Se nos olvida lo injustamente joven que murió George Gershwin, y también lo injustamente que fue tratado por algunas de las mayores eminencias de la música clásica americana. Era joven, era judío hijo de emigrantes, ganaba mucho dinero, escribía canciones inmensamente populares. ¿Por qué aspiraba además a convertirse en un compositor serio, y viajaba a Europa, y visitaba con reverencia de discípulo a Maurice Ravel en París y a Alban Berg en Viena, y se empeñaba en escribir toda una ópera, no solo secuencias de canciones livianas adecuadas para los teatros de variedades de Broadway Joseph Horowitz reproduce en su libro algunas de las críticas que se publicaron en los periódicos de Nueva York con ocasión del estreno de Porgy and Bess. El tono oscila entre la condescendencia y el insulto. Parece que Gershwin era un hombre animoso que disfrutaba mucho de la vida y de la música y recibía con elegancia las heridas contra su amor propio. Su presencia es tan poderosa que se nos olvida que murió con 38 años.
On My Way. The untold story of Rouben Mamoulian, George Gershwin and Porgy and Bess. Josep Horowitz. Norton&Company. Nueva York (Estados Unidos), 2013.
www.antoniomuñozmolina.es
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