Habla, memoria
El camboyano Rithy Panh cuenta su tenebrosa infancia con la seguridad de que si en la edad madura los recuerdos de tu niñez no te buscan, tú les perseguirás
Después de quedar fascinado en los templos de Angkor ante aquella civilización remota que construyó arte mayúsculo en medio de la selva, de preguntarme por la enigmática sonrisa que adorna la boca de una estatua, de contemplar una vegetación exuberante que parece haber nacido incrustada en las piedras, puedes encontrarte en las calles con demasiadas personas tullidas. Y está claro que tanta minusvalía no puede ser de nacimiento. Alguien te aclara con naturalidad que es el resultado de la explosión de las minas que plantaron los jemeres rojos. Treinta y tantos años después algunos de esos artefactos creados para la devastación de gente inocente todavía no están desactivados. También puede ocurrir para tu espanto que un nativo, cuyo rostro y expresividad llevan huellas de que esa persona debió de haber tenido un pasado muy duro, relate sin histrionismo ni lágrimas que toda su familia fue exterminada, que él tuvo suerte, escapó, estuvo escondido durante cinco años sin cambiarse de camisa.
Aquella bestialidad que sufrió Camboya, en la que en nombre de la presunta revolución proletaria y el nuevo mundo igualitario y feliz los jemeres rojos, acaudillados por Pol Pot, discípulo enfervorizado y modélico del Gran Timonel Mao Tse Tung, se cargaron a dos millones de personas, la cuarta parte de la población, fue retratada con medios espectaculares y resultado irregular por Hollywood en Los gritos del silencio.
LA IMAGEN PERDIDA
El escritor y director camboyano Rithy Panh no ha dispuesto de ese lujo ni de estrellas internacionales para contar su tenebrosa infancia en La imagen perdida, con la seguridad de que si en la edad madura los recuerdos de tu niñez no vienen a buscarte, tú les perseguirás a ellos. Ha tenido la osadía de contar sus recuerdos del genocidio utilizando muñequitos tallados en barro. No es un recurso gratuito ni un alarde experimental. Esas figuras habitando maquetas, acompañada por la escalofriante voz en off del narrador ofreciendo su testimonio, intercambiadas con imágenes documentales (cuentan que al hombre que filmó con su cámara algunos fragmentos de aquella insoportable realidad también le hicieron desaparecer los jemeres rojos) sobre aquella época de infamia, tortura física y síquica, aniquilación pausada o rápida y sin ofrecer razones no solo de adultos a los que Pol Pot y sus depredadoras huestes consideraban burgueses, intelectuales o contrarrevolucionarios, sino también de niños, mujeres y ancianos, te provocan idéntico horror y compasión que si fueran personas en movimiento.
La memoria de Rithy Panh asegura que los que eran reeducados para la sagrada misión de crear al hombre nuevo, un modelo libremente interpretado por los verdugos pero inicialmente inspirado por las teorías de Marx y de Rousseau, podían comer exclusivamente 25 gramos de arroz al día como premio a su trabajo de esclavos en los arrozales y picando piedra, pero que si eras hábil podías complementar ese alimento comiendo ratas.
Después de documentos como este o el que ofrecía Shoah, aquellos desolados versos de Neruda (ya sé que aquel poeta inmenso también exaltó en algún momento a Stalin) que comenzaban con “Sucede que me canso de ser hombre” resultan incontestables.
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