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'IN MEMORIAM'

Cesare Segre, insigne filólogo y semiólogo italiano

El romanista italiano publicó una revolucionaria edición crítica del 'Cantar de Roldán' y era un maestro excepcional de las letras hispánicas

Cesare Segre, romanista italiano.
Cesare Segre, romanista italiano.

El gran filólogo italiano Cesare Segre (Verzuolo, en el Piamonte, 1928) ha muerto en Milán el pasado 16 de marzo. Desde años atrás, serenamente, y desde luego sin prisas, entiendo que iba preparando su salida de escena.

De ella forma parte Per curiosità (1999), “una specie di autobiografia”, que cuenta principalmente el trasfondo personal de sus escritos y actividades públicas, pero también desvela no pocos sentimientos e inquietudes privadas. En Dieci prove di fantasia (2010), sorteaba la austera sumisión a los datos propia de sus estudios y dejaba que la imaginación le descubriera una carta de Monsieur Bovary o espiara a Machado y Guiomar. Las 1.500 páginas de Opera critica, el volumen que tengo sobre la mesa (y que, recién llegado de Mondadori, se quedará para siempre sin la dedicatoria microscópica que regularmente hubiera llevado), contienen una generosa antología de toda su producción y se cierran con un texto autónomo, Etica e letteratura, en que el autor, frente al tecnicismo predominante en los capítulos anteriores, subraya las dimensiones humanas, sociales, políticas, de la creación literaria. A mi juicio, todas esas eran maneras de liar los bártulos que le parecían intelectualmente más significativos y ajustados para una provechosa travesía última.

Criado al arrimo de maestros insignes, precozmente maduro en la poderosa Turín de los cincuenta, junto a la entera intellighenzia de Giulio Einaudi, y pronto en una vivaz Milán, tertuliano de personajes como el poeta Montale o el banquero Mattioli, quizá tienda a marcarse el acento en su papel de pionero del estructuralismo, gran señor de la semiótica, virtuoso de la narratología; quizá en su penetrante crítica estilística e histórica, o quizá en sus prestigiosas y temidas reseñas militantes del Corriere. Es justo y necesario, y lógico que su talento se manifestara en revistas renovadoras o ambiciosos proyectos editoriales, y que sus méritos le trajeran todas las distinciones y honores imaginables.

Pero Segre fue antes que nada y por encima de todo filólogo, en la acepción estrictamente italiana del término: un estudioso cuyo centro de atención y cuyo objetivo principal consiste en reconstruir el texto originario de una obra estableciendo el parentesco entre sus diversos testimonios en función de los errores que comparten, según el método (mal llamado) lachmanniano, más o menos puesto al día por aportaciones posteriores (incluidas las muy relevantes suyas).

Filólogo, por otra parte, romanzo, es decir, romanista, con esa doble perspectiva se ocupó de rimadores y prosistas medievales, a la par que de Ariosto, y dio un magnífico do de pecho con su revolucionaria edición crítica del Cantar de Roldán. En ella y en una larga serie de monografías afines trababa un tenaz debate, a menudo tácito, contra la tesis de Menéndez Pidal sobre la transmisión fluctuante de las canciones de gesta. De don Ramón, a quien admiraba y respetaba en extremo, lo separaba también la importancia que, extendiendo el modelo italiano, concedía a los factores cultos en la gestación de las literaturas románicas.

Entre nosotros era leído en los originales a la vez que en una decena de libros traducidos; y, asiduo paseante de la Península Ibérica, en todas partes recibido como maestro. A nuestras letras consagró ensayos de excepcional finura (los más influyentes, reunidos en El buen amor del texto. Estudios españoles, 2004), que apreciaba particularmente porque en ellos se desembarazaba de lastres eruditos para entrar con más eficacia en los aspectos críticos esenciales. Y el aprecio por España lo impulsaba a arrinconar otras genealogías acaso más fiables y poner en el río Segre el origen de su apellido.

Conversador de atentos silencios y sagaces, irónicas intervenciones, era de una timidez cortés, no exenta de valientes arranques. Judío sin fe, se quería sin embargo hondamente vinculado a la historia de su pueblo (habría quizá emigrado a Israel, de no ser tan fuertes sus raíces europeas) y partícipe de su trágico destino, que a punto estuvo de tocarle también a él. (“Ésos”, me decía una vez, “ésos”, no importa ahora quiénes, “son de los que querían matarme de niño”.) Pierdo un gran amigo de exactamente medio siglo. No me podrán quitar el dolorido sentir.

Francisco Rico es miembro de la Accademia Nazionale dei Lincei.

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