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EL LIBRO DE LA SEMANA

Meandros de la memoria

Tras una larga enfermedad, António Lobo Antunes vuelve su mirada a los recuerdos de infancia El escritor portugués mezcla pasado y presente en 'Sobre los ríos que van'

António Lobo Antunes visto por Sciammarella.
António Lobo Antunes visto por Sciammarella.

Acaso conviene advertir que, pese a haber escrito sobre una decena de libros de Lobo Antunes, el crítico no está en mejor disposición para aprehender el universo emocional de un nuevo libro del autor portugués. La familiaridad con su estilo ya no produce sorpresa, o desazón, pero la obstinación de su prosa en invalidar el significado probable, descomponiendo la lógica narrativa, no permite una clara percepción de la experiencia que anima sus páginas. De Sobre los ríos que van (un verso de Camões) ha dicho el escritor en una entrevista que nació después de superar un cáncer: “Pasé mucho tiempo en el hospital, con radioterapias agresivas. Y al volver a casa se me impuso reflexionar sobre mi infancia”. El texto de contraportada orienta en la misma dirección: “Una operación grave mantiene a António Lobo Antunes en cama durante dos semanas. En el hospital, aturdido por el dolor y los medicamentos, rememora su infancia”. Pero tanto la información de la entrevista como el aviso editorial son indicaciones de advertencia que se ajustan a la convención. Y en la escritura de Lobo Antunes nada se concierta a lo previsible. Lo que encontramos al empezar a leer es, en efecto, la voz de un paciente que declara que no ve por la ventana los alrededores del hospital, sino imágenes de otro tiempo y lugar donde hay un tren tras los pinares, campanas de iglesia y un cortejo “con el féretro abierto y un niño dentro” y “gente de la que solo sentía el ruido de las botas y por tanto no gente”. Es el primer párrafo, y ya la acumulación de instantáneas en movimiento mezcla pasado y presente, e inmediatamente la cronología se trastoca; esa voz, suspendida en el tiempo, se trasfiere a un chico (¿el propio paciente?) que recuerda a sus abuelos muertos, y hay un olor de mermelada que viene de la infancia que el narrador quiere retener (“quédate conmigo, olor”), y ya la corriente verbal, que en Lobo Antunes irradia con estribillos y ritornelos (aquí menos acuciosos), se despliega obligando al lector a una vigilancia a los meandros en los que no queda otra opción que perderse.

A propósito de la novela anterior, ¿Qué caballos son aquellos que hacen sombra en el mar?, enuncié que hay que abandonar el empeño —legítimo, por otro lado— de comprender lo que se lee, al menos a la manera tradicional. Ya entonces, en aquel libro, el escritor había prescindido de todo sustrato dramático, y se diría que la narración avanzaba sola, como un organismo vivo cuya fisonomía no se conseguía retener. En Sobre los ríos que van se ha extremado aún más esa falta de asidero argumental, y aunque no cabe dudar de que sus páginas reflejan una infancia, no se verifica por los sucesos que la componen, a la manera de un registro autobiográfico, sino por la tentativa de hacerla revivir en su confusión y perplejidad: “Me he visto sobre los ríos del Mondengo que se dividían y volvían a unirse sin cesar, he sentido que morí hace muchos años o no yo, todo aquello que había y ya no existe, flotando sobre el agua lejos de todos”. Hay un territorio y múltiples sensaciones, todo ello encapsulado en una memoria que no pertenece a la misma persona (Mi nombre es legión ha titulado otra de sus novelas), una memoria que se adhiere, despersonalizándose, a la memoria igualmente vivificada de los miembros de su familia y a la irradiación de las palabras: “La palabra cáncer y con la palabra cáncer imágenes inconexas”.

En su desmesurado afán de recobrar esos “fantasmas que negamos y sin embargo nos rodean”, Lobo Antunes ha ido imponiendo unas leyes narrativas que únicamente rigen en la lectura del libro. Fuera del texto, esas imágenes inconexas pierden su anclaje, y el lector apenas extrae de ese maremagno indicios que puedan notificarle que ha recogido una experiencia. Para decirlo de un modo contundente, lo que sucede al leer a Lobo Antunes, sucede exclusivamente mientras se lee; y no es posible el trasvase. Quiero decir que su contenido no se somete a la información o la glosa editorial, un convenio que se aviene mal con la inasimilable propuesta de una escritura tan desguarnecida y obsesiva que se ampara en la exploración de la zona inextricable de la vivencia, “como cuando parece que entendemos el sentido del mundo que en el instante en que lo entendemos se esfuma”.

La infancia, o más bien “la mágica angustia de la infancia”, que decía Abel Martín, con sus deslumbramientos y reclamaciones, no se presta a recomponerse. Y el lector que se adentre en este último libro de Lobo Antunes se sentirá partícipe de una “conversación del dolor en la que una voz repetía la misma frase sin descodificar su sentido”. No una experiencia, sino la impaciencia de las palabras agrupadas por el trastorno.

Sobre los ríos que van. António Lobo Antunes. Traducción de Antonio Saéz Delgado. Literatura Ramdom House. Barcelona, 2014. 224 páginas. 20,90 euros

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