El violín como preciada extremidad
Leticia Moreno recupera parte del repertorio español olvidado y lo exhibe, junto a otras grandes piezas, en su gira mundial La violinista es una de las figuras emergentes de la música clásica
Leticia Moreno (Madrid, 1985) lleva su oficina colgada de su angulosa espalda. Dentro de una funda negra esconde su preciado Gagliano, un violín construido en 1762 por el legendario lutier napolitano; pero también otros enseres prácticos y las fotos de tres pilares de su carrera: Mstislav Rostropovich, Maxim Vengerov y David, su hijo de seis años. Su última gran enseñanza. “Me ha puesto las prioridades muy claras. Me ha llenado de fuerza e ilusión y me ha permitido verlo todo con otra mirada”.
Elegante y de un talento desbordante es con 28 años uno de los estandartes de esa generación de músicos llamada a cambiar la percepción de la clásica. Para ello, sabe bien que el envoltorio de la propuesta es fundamental y participa en experimentos como los Yellow Lounge de Deutsche Grammophon o en programas específicos dirigidos a abrir de par en par las puertas de los conciertos. Pero al final lo que permanece y lo que ella irradia es ese respeto reverencial a la música y al compositor en su interpretación.
Sentada en uno de los sofás del Círculo de Bellas Artes reflexiona sobre este cambio de paradigma. “Hoy las orquestas ya no programan igual sus temporadas: la gente viaja mucho, decide en el último minuto… Hay que empaquetar las cosas de forma distinta. Muchos no lo querrán. El respeto por la música muchas veces te impone ese conservadurismo. Pero hay que saber escuchar al mundo. La música clásica no es conservadora y no hay que entender para disfrutarla. Te puedes dejar llevar y envolver por la música. Si hay obras que han perdurado tantos siglos es porque estremecen, emocionan, te llevan a descubrir cosas en ti mismo que no podrías descubrir de otra manera. La música es algo que te envuelve incluso físicamente, las ondas sonoras palpan tu cuerpo. Yo siento que se mete dentro de mí”, explica elocuentemente.
El respeto por la música muchas veces te impone ese conservadurismo. Pero hay que saber escuchar al mundo"
En su caso, esa comunión casi mística surgió cuando era muy pequeña. Con dos años y siete meses y a través de un viola de gamba que alguien llevó un día a la guardería. Se lo han contando. No lo recuerda, claro. Pero sí las horas de sacrificio de los años venideros. También esa sensación de que el mundo se venía abajo cuando no lograba arrancarle a las cuerdas una nota determinada. “Rostropovich me decía: ‘si no sale hoy, saldrá mañana’. Me volvía loca”.
El día que se conocieron, el maestro le pidió para la mañana siguiente el concierto de Chaikovski, el de Beethoven, el de Prokofiev (el segundo) y la sonata de César Franck. “Te vas a la tienda y te compras también el concierto de Stravinski y el de Britten”, le soltó. “Me quería pegar un tiro. Pero al día siguiente empezamos a estudiar, tocando juntos cosas del repertorio… Y así era cada clase. Había que aprender una eternidad de obras y la preparación era durísima para llegar a tocar para él. Siempre que venía se quedaba unas horas más para dedicármelas. Es algo que siempre recuerdo cuando estoy tocando. Hasta los ochenta y pico seguía lleno de energía para dedicárselo a los jóvenes. Teníamos que haber interpretado juntos en el escenario, pero la vida no lo quiso”.
La vida sí le puso entre las manos varios Stradivarius y un fabuloso Guarnieri (a través de un contrato temporal) que luego le arrebató. Pasó un año llorando por las noches en la habitación de Londres que compartía con su mejor amiga. Como si le hubiesen cortado un brazo, recuerda. Hasta que dio con el artefacto de Gagliano y su magnífica paleta de colores y dinámicas. Una joya que encajaba perfectamente con su temperamento musical, pero evidentemente cara. “Unos se compran una casa, otros un Ferrari… Yo compré esto antes que una vivienda”, señala sobre el desembolso que los músicos suelen hacer para sus instrumentos de trabajo.
Embarcada en una gira mundial (Cité de París, el Barbican de Londres, el Musikverein de Viena, el Concertgebouw), pasea también por el mundo Spanish Landscapes, el disco que lanzó hace unos meses con Deutsche Grammopohon. Un proyecto que ella misma puso en marcha para recuperar algunas piezas del repertorio español menos conocidas como la Sonata para violín y piano de Enrique Granados o El poema de una Sanluqueña de Joaquín Turina. “He podido presentar parte de un repertorio ignorado durante mucho tiempo y ni yo misma no conocía, pero ahora veo un tesoro”. Lo mismo que ven hoy en ella directores y programadores.
Babelia
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