‘Rehab’
De tanto repetirnos lo que está mal, lo que es intolerable, lo que estamos tragando, lo que no deberíamos asumir como inevitable, hemos terminado por odiar nuestra propia protesta
Hace poco leí un pequeño anecdotario de recuerdos de un locutor de radio de Zaragoza llamado Miguel Mena. Con la autoridad que concede toda una vida en emisoras, afirmaba que con las canciones sucede una cosa: si escuchas mucho las que te gustan acabas por detestarlas y si escuchas mucho las que desprecias acabas por tararearlas. Algo así podría decirse del último debate sobre el estado de la nación. De esa satisfacción, moderada pero evidente. Ya trasladada a nosotros, los ciudadanos, que de tanto repetirnos lo que está mal, lo que es intolerable, lo que estamos tragando, lo que no deberíamos asumir como inevitable, hemos terminado por odiar nuestra propia protesta, nuestra actitud de resistencia, nuestra línea de frontera ante la indignidad. Ya no nos gusta esa canción.
Llega entonces el momento de aceptar la otra. Aquella que nos rechinaba por su conformismo, que nos parecía una burda manipulación. Y así, con despidos masivos en todos los frentes industriales, estamos mejorando el mercado laboral. Con una desigualdad rampante que dificulta el acceso a la salud y la educación a los más desfavorecidos, hemos salvado las cuentas públicas. Con una corrupción en la que si hay partidos políticos o altas jerarquías salpicadas lo que sucede es una impresionante campaña de control de medios y presión hacia los jueces más independientes, mientras tarareamos ya eso de que estamos implicados en una regeneración moral de nuestras instituciones. Y para el caso catalán, cuyos datos muestran un desafecto evidente que nadie está dispuesto a tratar de corregir, nos viene de maravilla aquel estribillo que compuso Amy Winehouse cuando le proponían ingresarse en rehabilitación: “Yo digo no, no, no”.
Pues si no hace falta que ingresemos en la rehabilitación, con una puesta en común de todos los defectos estructurales que nos han traído hasta aquí, nuestro destino no podrá escapar de lo previsible: ser víctima de nuevo de las mismas adicciones. Y si la desaparición de Paco de Lucía tiene entidad de tragedia nacional, no es solo por la pérdida de un tesoro artístico de dimensiones inabarcables, sino por lo mucho que le quedaba por hacer. El estado de la nación recibe una última lección del maestro. La de perseguir la grandeza sin conformarse con tararear nuestra mediocridad.
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