El arte paga por el ladrillo
La creación de un centenar de centros desde que abrió el IVAM en 1989 ha democratizado el acceso a la cultura Erigidos como hito arquitectónico, algunos carecen de identidad
Lo último que Franco inauguró en vida, en agosto de 1975, no fue un pantano aunque acabó empantanado: el Museo Español de Arte Contemporáneo. Un edificio en la Ciudad Universitaria madrileña que por lo visto resumió como nadie el pintor Eusebio Sempere: “Sobra y falta casi todo”. Hasta esa fecha España era diferente. En arte contemporáneo, más. Un erial solo salpicado de quijotescos brotes verdes —como el Museo de Arte Abstracto de Cuenca— y dispersos. Nada equiparable a su entorno europeo, donde hacía décadas que las vanguardias habían saltado por la ventana del estudio para entrar por la puerta del museo.
A partir de 1975 el páramo cambió. El arte contemporáneo se convirtió en uno de los símbolos de modernidad y ruptura con el pasado. “Expresaba el deseo de proponer una nueva imagen, incluso una nueva identidad para el país, tanto desde el centro como desde las ‘pujantes dinámicas nacionalistas’ o desde visiones estrictamente locales”, sostiene María Dolores Jiménez-Blanco, profesora de Historia del Arte de la Universidad Complutense, en su ensayo El coleccionismo de arte en España, editado por la Fundación Arte y Mecenazgo. “Había hambre de cultura y un momento de efervescencia cultural, lo cual no quiere decir que hubiese una demanda expresa de la ciudadanía, pero teníamos la idea básica de que había que democratizar el acceso a la cultura”, rememora Carmen Alborch, hoy senadora socialista y, entre 1989 y 1993, directora del IVAM, que celebra mañana su 25º aniversario, solo un día antes de que ARCO abra sus puertas.
Coincidió, además, con una histórica descentralización del poder. Cada autonomía, cada ciudad, ansiaba su propia catedral moderna, un icono que a menudo perseguía más la transformación urbanística y el reclamo turístico que el desarrollo de un proyecto cultural. Se pasó de la nada al infinito.
España cuenta hoy con 126 centros y colecciones museográficas de arte contemporáneo, según el último Anuario de Estadísticas Culturales (datos de 2012). Andalucía (20), Castilla-La Mancha (16), la Comunidad de Madrid (14) y Baleares (12) encabezan la lista de comunidades donde más prendió la fiebre. No hay autonomía —Ceuta es la única excepción— que carezca de un espacio dedicado al arte de los siglos XX y XXI.
La periferia decidió que también existe. “Es absolutamente legítimo que cada capital de provincia pueda aspirar a tener un centro de arte contemporáneo, especialmente si lo entendemos como un servicio público dedicado a la investigación, educación, producción y conservación del patrimonio artístico, además de a la exhibición de arte”, defiende Yolanda Romero, presidenta de la Asociación de Directores de Arte Contemporáneo de España (Adace). “La intención de descentralizar la cultura era necesaria y ha sido positiva”, concluye. Casi nadie reprueba la democratización del conocimiento artístico, el innegable esfuerzo realizado en estas décadas para acercar la creación contemporánea casi a cada rincón. “Yo debo ser de los pocos afortunados que creció con un museo de arte contemporáneo al lado de casa”, recuerda Bertomeu Marí, actual director del MACBA, sobre su juventud en Ibiza, que contaba con un espacio desde 1970. “En poco tiempo”, sigue Marí, “se ha introducido el arte contemporáneo en la vida cotidiana de la sociedad española”.
Sin duda, son las luces de este periodo de gloria que inauguró formalmente en 1981 el regreso del Guernica, una suerte de proeza que reconciliaba el pasado con el futuro y que también sacaba a la luz los rotos del sistema. No había marco adecuado para alojar tamaño icono (con perdón del Prado y de quienes reivindican que la obra de Picasso debe lucir junto a la de Goya). Al Guernica se le debe pues que el Reina Sofía se convirtiese en un proyecto de estado (museo nacional desde 1988) y despegase hacia lo que hoy es: un sólido buque insignia de la cultura española que, como el Prado, puede ufanarse de navegar razonablemente ajeno a las veleidades políticas.
Porque la injerencia política es uno de los venenos que corroe a una parte de la red de museos de arte contemporáneo, que hoy languidecen con presupuestos jibarizados y conflictos existenciales. “Hay centros con patronatos y comisiones asesoras que responden más a los intereses políticos que a los de los propios centros”, sostiene José Guirao, exdirector del Reina Sofía y actual responsable de La Casa Encendida.
Pero vayamos al pecado original, en parte el mismo que llevó a construir aeropuertos sin prever los vuelos o estaciones de alta velocidad sin disponer de pasajeros. En el mundillo del arte hay un consenso sobre los excesos cometidos en los últimos 25 años, si tomamos como frontera la inauguración del IVAM, el primer museo periférico consagrado a lo contemporáneo que arrancó con tal brío que pronto circuló como la estrella de moda en el circuito internacional.
El IVAM nació sin violentar la lógica del museo. “Primero se pensó en el proyecto y luego en los espacios que lo acogerían”, recuerda Carmen Alborch. Y lo corrobora alguien sin vinculación sentimental al museo como la historiadora María Dolores Jiménez-Blanco: “A diferencia de otros centros posteriores, no antepuso la imagen pública de su contenedor a la de sus contenidos”.
Justo lo contrario de lo que otros harían después. Primero, el edificio-estrella. Luego, ya veremos. “Toda esta eclosión no ha respondido a la energía concreta de un país que está creciendo, que tiene la necesidad de visibilidad. Hemos padecido un poco el mal del nuevo rico: la ostentación”, opina Rafael Doctor, elegido para poner en marcha en León el MUSAC, que arrancó a lo grande tanto por el edificio (el proyecto de Mansilla y Tuñón de Lara recibió el Mies van der Rohe) como por el proyecto artístico y que hoy vive noqueado por una crisis de identidad tras sucesivas intervenciones políticas muy criticadas por el gremio de gestores culturales.
Doctor es uno de los más críticos con este boom: “Los políticos se dieron cuenta de que invertir en cultura era muy barato y rentable. Se pasó de cubrir huecos que surgían en una sociedad ávida de proyectos culturales en los primeros años a una locura en la que cada ciudad invertía en un museo de forma triunfalista o para revalorizar barrios y espacios”.
A partir de 1989, el año del IVAM y también del CAAM de Las Palmas, comenzó la carrera. Galicia, Andalucía, Cataluña, Extremadura y País Vasco ponen en marcha nuevos museos. A esta primera generación le sucedieron nuevos espacios como el MUSAC, el Marco, el Patio Herreriano, Artium, el Museo Picasso de Málaga, el TEA de Tenerife o La Conservera en Ceutí (Murcia), entre otros.
José Guirao diferencia entre las iniciativas de la primera hornada y las que les siguieron al calor del efecto Guggenheim: “En la primera generación de centros, a finales de los ochenta, había buenos proyectos. Unos han evolucionado y otros se han despeñado o se han convertido en poco significativos. El contenedor sin proyecto surge a raíz del Guggenheim, que fue la visualización de una operación de enorme éxito social y mediático y muy eficaz para la ciudad de Bilbao. Como ocurre a menudo se copió el símbolo pero no lo que había detrás del símbolo”.
Cada alcalde, cada consejero de Cultura, cada presidente autonómico soñó con un Guggenheim, el hada de titanio que transformó una calabaza en brioso carruaje y coló a Bilbao en los circuitos turísticos internacionales. “El Reina Sofía y el IVAM fueron hitos artístico/culturales, mientras que el Guggenheim fue un hito arquitectónico”, matiza Guirao.
Sobre el antiguo erial comenzaron a levantarse edificios con afán de pasar a la eternidad y, en una escala más mundana, colgarse alguna medalla arquitectónica. Los políticos que los impulsaban pensaban más en el bolsillo que en el espíritu. “A veces incluidos en el rediseño urbanístico de los centros urbanos, y casi siempre entendidos por las autoridades en clave de turismo cultural, muchos de los nuevos museos se concibieron en función de su potencial como polo de atracción económica más que como estímulo productivo de la creación y educación artística o del coleccionismo”, reflexiona Jiménez-Blanco.
Carmen Alborch lo sintetiza muy gráficamente: “Se pensó más en el cemento que en el alimento”. Se contrataron grandes firmas de la arquitectura para dar forma a los sueños de transformación: Álvaro Siza, Herzog & De Meuron, Frank Gehry, Peter Eisenman... Lo que luego albergarían parecía una cuestión secundaria y accesoria. “Muchas de nuestras infraestructuras museísticas nacieron a golpe de talonario, más como fruto de una extraña competición entre territorios por tener el edificio más grandes, del arquitecto más famoso, que como resultado de una reflexión sobre qué es el museo y cuáles son sus funciones”, reflexiona Yolanda Romero. “En los años de bonanza económica no se pensó que un museo no es un edificio, sino una colección y un programa”, subraya.
Visto lo ocurrido en estos 25 años, Bertomeu Marí elogia el “esfuerzo” sin ignorar “la china en el zapato”: “Con la distancia de los años, apreciamos que los directores de museos estaban más fascinados con aspectos colaterales que tenían poco que ver con el arte. Hay mucho metro cuadrado de espacio para exposición con relación al poco patrimonio artístico del que se dispone”. Invertir presupuesto público en colecciones resultaba menos vistoso para el electorado que hacerlo en el envoltorio. Si esta era una partida desatendida en tiempos de bonanza, a partir de 2008 se ha extinguido en numerosos casos dejando a centros recién nacidos tiritando de frío.
Es lo que hay: una fiesta acabada hace años y unas instituciones resacosas. A pesar de ello nadie, ni los más críticos, propone cerrar espacios. “Hay una oportunidad de reinventarse como centro de arte en profunda transformación”, señala Marí. “Toda institución cultural, por mucho que se la maltrate, tiene algo positivo siempre. Cuando no tienes dinero para actividades, pero tienes un lugar y luz habrá que hacer otras cosas. Desde el mundo de la gestión también ha faltado previsión ante lo que se avecinaba. Todos tenemos un poquito de barro en los zapatos”, opina Guirao.
“Decir que sobran es ridículo. Ojalá hubiera el triple de centros, lo que faltan son los proyectos culturales para sustentarlos. Muchos centros viven como zombies... no sobran pero no se han creado de forma natural respondiendo a un estudio o una necesidad sino con fines políticos”, añade Doctor. Ejemplos recientes, en su opinión, son La Conservera en Ceutí (Murcia) o el centro Huarte en Pamplona. “El mayor problema que tuve en mis siete años al frente del MUSAC fue buscarle credibilidad a la decisión política de crear el proyecto”, añade Doctor. “No hay que cerrar, hay que redimensionar, pero creo que como país nos deberíamos atribuir el mérito de haber elevado el nivel cultural y el patrimonio de la ciudadanía”, defiende Alborch.
A pesar de las debilidades descarnadas que ha hecho aflorar la crisis, hay oasis ajenos a las incertidumbres presupuestarias. En septiembre de 2013, después de invertir 2,6 millones para acondicionar un antiguo colegio, se abrió en Vélez-Málaga un nuevo centro de arte contemporáneo.
Babelia
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