La precariedad laboral como locura
Elvira Navarro publica ‘La trabajadora’, una narración infinita en capas de lo que supone vivir en la periferia
Elvira Navarro (Huelva 1978) comenzó el relato que es semilla de La trabajadora (Literatura Random House), su tercera novela, cuando terminó la carrera de Filosofía y vio que el horizonte que en teoría correspondía a alguien con estudios era muy reducido, al menos para una persona de letras. Era 2003 y la crisis ya se venía preparando. Esta escritora comprometida con la realidad y con sus problemas y ahora una de las voces narrativas más poderosas de su generación se vio viviendo en un piso compartido del barrio de Carabanchel en Madrid, deprimente y “con paredes de papel de fumar”. Los precios se habían disparado y no hubo respuesta para ninguno de los 113 currículos que envió buscando trabajo. La historia de Susana y Elisa, dos mujeres que por sus circunstancias económicas llegan a convivir bajo el mismo techo, bebe de esas promesas resquebrajadas.
Navarro guardó el texto de La trabajadora en un cajón y, después, cuando llevaba seis meses sin cobrar como correctora editorial, decidió retomarlo y darle forma. Ya tenía clara la historia que deseaba contar, una en la que la locura y la precariedad laboral van de la mano. “Quería señalar la enfermedad mental como consecuencia de trabajar mucho tiempo en condiciones precarias”, cuenta sentada en el sofá de su piso madrileño, austero, pulcrísimo, con rincones de libros que lo pespuntan aquí y allá. La autora de La ciudad en el tiempo (Caballo de Troya, 2007) y La ciudad feliz (Literatura Random House 2009) se pregunta si en el tiempo en que vivimos y en el que se han olvidado los proyectos comunes es posible narrar fuera de la patología. “Esos son los que sanean una sociedad, pero hemos comulgado con lo que se nos ofrece, con un individualismo que te destruye…”, afirma.
Los proyectos comunes son los que sanean una sociedad, pero hemos comulgado con lo que se nos ofrece, con un individualismo que te destruye…
En el juego que propone de ficción y de metaficción y a través de la mezcla de voces narrativas que se postulan como poco fiables, seguimos a Susana y a Elisa por un Madrid a veces de espacios conocidos y otros inventados, pero que se retrata con un enfoque distinto, desde esas calles, avenidas y plazas que Elvira Navarro saca a la luz en su blog Periferia desde 2010, en un trabajo esta vez periodístico de los barrios olvidados que ella pisa. En aquel Carabanchel de su juventud la escritora tuvo a una compañera de piso que nunca le llegó a contar aquel trauma de infancia por el que actuaba de forma extraña. Ella es un poco Susana, una mujer de 44 años, que emplea la locura como lugar para construirse; y lo hace a través de un relato delirante en primera persona de su búsqueda de alguien que le “lamiera el coño con la regla en un día de luna llena”. “A sabiendas de su precariedad, hay una propuesta de construirse desde ahí, de jugar con su propia historia y de borrar cualquier rastro biográfico”, explica Navarro de este personaje del que apenas sabemos que trabaja como teleoperadora.
Para contar la historia de locura de Susana —llena de excesos, pero que funciona con una lógica propia—, Elvira Navarro realiza un gesto reivindicativo: desea volver a la libertad creativa de los años ochenta, que ahora considera perdida: “Me lo pasé muy bien con esta narración y me libré de expectativas ajenas, al ser todo tan friki”. Susana ya es una mujer madura con una vida inestable, y un personaje que habla a voces contra aquello que nos vendieron en nuestra sociedad, la certeza de que “con cierta edad, llegan determinadas posibilidades materiales”.
Navarro buscar recuperar en su novela la libertad creativa de los ochenta
Elisa, que trabaja como correctora editorial, es en apariencia muy distinta a Susana, porque aquella encarna “la lucha por alcanzar cierta normalidad, si entendemos por esta algo sin fisuras, no estar todo el día quebrada y poder hacer proyectos”. Pero está tan rota como su compañera de piso. Sin embargo, Elisa no sabe moverse desde esa quiebra.
En esta narración de la crisis desde las historias más pequeñas, el arte no se convierte en tabla de salvación. “Elisa dice: 'si este proceso no ha servido, esta va a ser la última frase del libro, para qué voy a seguir contando su locura”. Sería redundante. No hay concesiones en La trabajadora de Navarro: “El arte es una herramienta que cada individuo, cultura o comunidad utiliza de una manera diferente. Si fuera terapéutico ni Virginia Woolf o Foster Wallace se hubieran suicidado…”.
Babelia
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