García Márquez creador de personajes míticos
Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán, Santiago Nasar o Florentino Ariza y Fermina Daza son algunos de los personajes emblemáticos que forman parte de la literatura universal
La obra de Gabriel García Márquez es una mezcla de cosmogonía, genealogía y mitología: inventa un mundo de dimensiones bíblicas y lo puebla de seres que, según el mandato divino, crecen y se multiplican. Pese a metabolizar los experimentos narrativos de la modernidad hasta hacerlos formar parte de su torrente sanguíneo, el escritor colombiano nunca abandonó ese tono de narrador oral que dijo haber aprendido de su abuela. Así, sus novelas y cuentos los habitan personajes que, como salidos de la mano de un dios, parecen tener vida propia. Algunos forman parte ya de ese universo de inconfundibles seres imaginarios que es la literatura universal.
BUENDÍA, Aureliano. “Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. El celebérrimo arranque de Cien años de soledad (1967) contiene ya al representante más ilustre de una saga tan famosa como el pueblo que habitan: Macondo. Muchas ediciones recientes de la novela incluyen algo que en su momento pensó incluir en su libro el propio García Márquez: un árbol genealógico con las siete generaciones de los Buendía, la estirpe condenada un siglo de soledad.
Si Úrsula Iguarán es el gran personaje femenino de una obra en la que no faltan grandes caracteres, el flaco y volcánico coronel Aureliano Buendía -padre de 17 Aurelianos de distinta madre- es “la personalidad fulgurante del libro”. Lo dice Mario Vargas Llosa en Historia de un deicidio, que, 40 años después de su publicación, sigue siendo un estudio de referencia sobre la obra de su antiguo amigo (y, de paso, una demostración de la generosidad intelectual del Nobel peruano, que, algo poco habitual, dedicó toda su sabiduría lectora a la obra de un contemporáneo, algo que luego repetiría con Juan Carlos Onetti).
Aureliano Buendía, el niño que en el arranque de la novela comprueba que el hielo “quema”, vive dos décadas de guerras encadenadas y, además de un militar épico, terminará siendo el padre de 17 Aurelianos más.
AURELIANOS Y JOSÉ ARCADIOS. Los Aurelianos son retraídos, “pero de mentalidad lúcida”; los José Arcadio, impulsivos y emprendedores, “pero están marcados por un signo trágico”. Se dice en la propia novela y en el mismo momento en que Úrsula no puede ocultar un sentimiento de zozobra: la tenaz repetición de los nombres en la familia le hace sacar conclusiones preocupantes.
La larga historia de aquella familia en la que la lujuria de José Arcadio lleva la misma sangre que la castidad de Remedios la Bella y la atracción por la muerte de Amaranta la misma que el vitalismo de Amaranta Úrsula termina cuando, fruto de tanta consanguineidad –su madre y su padre son tía y sobrino-, el último Aureliano nace con cola de cerdo. Para entonces Macondo ya es un “pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico”.
MELQUÍADES. Este gitano viajero que cada año lleva a Macondo los inventos más modernos y más estrafalarios lleva también los manuscritos que profetizan el destino de los Buendía. Es uno de los grandes secundarios de Cien años de soledad. Otro es el “sabio catalán” que abre una librería en Macondo. En el fondo se trata de un trasunto de Ramón Vinyes, librero y profesor catalán que en Barranquilla sirvió de aglutinante al círculo intelectual en el que se movió García Márquez.
EL CORONEL. La novela corta El coronel no tiene quien le escriba (1961) contenía ya a un personaje que anticipaba a los ancianos de la saga de Macondo: un coronel -inspirado en el abuelo del novelista- que espera inútilmente la pensión que le debe el Gobierno. Con muy pocos elementos (la mujer del coronel, los vecinos, un gallo), García Márquez consigue crear la misma y kafkiana atmósfera de resignada tensión de otras de las grandes novelas de la espera como El desierto de los tártaros o Zama.
EL PATRIARCA. En 1975, ocho años después de la aparición de Cien años de soledad, García Márquez demostró que, pese a la ambición de su obra más famosa, aún no lo había dicho todo. Si por su forma El otoño del patriarca es una de las novelas más ambiciosas de su autor, por su tema se inscribe entre las muchas, y buenas, novelas de dictador de la literatura latinoamericana. Lo mismo que El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos; o, más recientemente, La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa. El patriarca de García Márquez, que nunca se acaba de morir, no tiene nombre pero sí todos los tics de un déspota que, a base de represión y paternalismo, trata de moldear la realidad a su antojo. Si esta no cabe en el molde, peor para la realidad.
SANTIAGO NASSAR. Desde el propio título, todo está a la vista en Crónica de una muerte anunciada (1981): el asesinato de Santiago Nassar a manos de los hermanos de Ángela Vicario se anuncia en la primera línea. Los viejos discursos del honor y el machismo recorren una obra basada en un hecho real: el brutal asesinato en Sucre, 30 años atrás, de un amigo de García Márquez: Cayetano Gentile. Corta y de fácil lectura, la novela es una de las más populares de su autor, que contó con los recursos del periodismo de sucesos la historia de unos personajes que no desentonarían en una tragedia griega.
FLORENTINO ARIZA Y FERMINA DAZA. El primero es un telegrafista enamorado de la larga distancia y la segunda, la mujer de la que le separa su clase social pero a la que no puede olvidar por más lejos que se vaya o por más amantes que conozca en 50 años de separación. García Márquez se inspiró en sus propios padres -un telegrafista de Aracataca y una muchacha pudiente- para construir a los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera (1985), publicada tres años después de recibir el Premio Nobel. Una historia de amor con la ambición de las novelas del siglo XIX y -no hay Eros sin Tánatos- atravesada por la conciencia de la muerte.
LA MAMÁ GRANDE. Títulos como Ojos de perro azul, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada o, sobre todo, Los funerales de la Mamá Grande (1962) demuestran que, pese a la acaparadora fama de sus novelas, el autor de Cien años de soledad es también un consumado escritor de relatos. Los misterios de ese libro, que estilisticamente debe más a la sequedad de Hemingway que a la fecundidad de Faulkner, tienen un fondo más realista que mágico. Sin embargo, en la exuberacia de la naturaleza que les sirve de escenario y en la propia desmesura de los personajes, lo maravilloso termina por imponerse a lo real. La hiperbólica Mamá y todo lo que la rodea termina siendo marca de la casa. Tanto que algunos llaman así, Mamá Grande, a la agente literaria del escritor: Carmen Balcells.
Babelia
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