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universos paralelos
Columna
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Una pasión proletaria

Diego A. Manrique
Disco 'Northern soul'.
Disco 'Northern soul'.

En Julieta, desnuda (Anagrama), última novela de Nick Hornby, aparecen dos maduritos aficionados al northern soul, que no han perdido el gusto por bailar y ligar. El protagonista, monstruoso esnob del rock, pretende burlarse de ellos, pero un concejal, veterano también del northern soul, le para los pies.

El soul del norte es uno de esos subgéneros cartografiados a posteriori por coleccionistas obsesivos y espabilados comerciantes de discos. Inspiró un extraño fenómeno: chavales del norte de Inglaterra que se desplazaban los fines de semana hasta discotecas que pinchaban el soul más bailable y —atención— más desconocido. Temas generalmente hechos a partir de las fórmulas de Motown, en la América más industrializada. Semejante anomalía social pasó desapercibida para la prensa musical londinense. Pero Tony Palmer, director de documentales, viajó en 1977 al Casino de Wigan para intentar averiguar qué les impulsaba a recorrer centenares de kilómetros para bailar desde las 2.30 hasta las 8.00.

El ‘northern soul’ es uno de esos subgéneros cartografiados por coleccionistas obsesivos

El programa causó furia, tanto entre los vecinos de Wigan como entre los amantes del northern soul. Palmer yuxtaponía aquel modesto hedonismo juvenil con crudas imágenes de la decadencia de lo que fue próspero centro textil y minero. Emitido por Granada TV, fue un éxito de audiencia y una revelación: en vez de seguir la pauta de los publicitados punks, los habituales del Casino vivían para la noche del sábado.

Eran hijos de la clase trabajadora, sin voluntad revolucionaria. El look tampoco excitaba a los cazadores de tendencias: patas de elefante, camisetas sin mangas, zapatos para acrobacias en la pista. Casi todos llevaban un bolso con mudas de ropa: urgía cambiarse a lo largo de seis, ocho horas bailando.

Locales como el Wigan Casino no servían alcohol. Funcionaban las anfetaminas: se mascaba chicle para disimular sus efectos. ¿Sexo? A veces, al amanecer, cuando los mochuelos se dispersaban rumbo a un refugio. El público era desproporcionadamente masculino. Coleccionistas de discos que grababan las sesiones con aparatosos casetes, que compraban o cambiaban vinilos raros, que incordiaban a los DJs para enterarse de sus últimos hallazgos.

Gracias a esos pinchadiscos, se realizó una asombrosa taxonomía de la inmensa producción de soul alborotado que nunca llegó a entrar en listas estadounidenses. Con frecuencia, bien entrados los setenta, aquellos discos consiguieron ventas respetables en el Reino Unido y ofrecieron una inesperada carrera tardía a artistas que ya habían olvidado temas que grabaron en unas horas, a las órdenes de productores más oportunistas que creativos.

Se potenciaban las caras B de singles oscuros, se rescataban maquetas, se repescaban cortes de elepés e, inevitablemente, se colaban producciones Made in England. A diferencia de las sectas británicas del blues o el rockabilly, lo que faltó en las altas esferas del northern soul fue el aliento cultural, el interés por la realidad profesional y vital de aquellos enigmáticos cantantes, arregladores y productores.

La escena original del northern soul se extinguió a principios de los ochenta. Por imperativos de la realidad —parejas que se casaban, que tenían hijos— y por cismas, entre los que defendían el concepto original (“cuanto más raro, mejor”) y los que prefirieron compatibilizarlo con sucesivas olas de la música negra: funk, disco music, hip hop

Pero siguió coleando, como descubre el personaje de Nick Hornby. Entró en el mainstream con Soft Cell, Dexys Midnight Runners Paul Weller o Yazz. Sucesivas tendencias juveniles —la segunda oleada mod, las rare grooves, las sesiones especializadas en discotecas— han sido bondadosas con el northern soul, ya internacionalizado.

Con el tiempo, incluso se ha cubierto con una fina pátina de romanticismo. Tenemos novelas, musicales y, desde luego, películas: Soulboy (2010) y la todavía inédita Northern soul, de la directora Elaine Constantine. Sobre todo, el fruto de tanta arqueología: aquellos centenares de discos ilocalizables, que llegaban a costar miles de libras, ahora están disponibles en docenas de CDs de maravilloso sonido, a unos precios ridículos. Aprovéchenlo.

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