Empeoría
Los recortes en educación y la piratería avanzan, mientras tenemos los futbolistas más caros
Cierto día en aquellas semanas de la interminable agonía de Franco tomé un taxi en Barajas y le pregunté al taxista, que tenía la radio puesta, si había alguna novedad en el parte médico. Repuso displicente: “nada, que sigue la empeoría”. Me gustó ese opuesto popular de “mejoría” y lo utilizo con frecuencia, por ejemplo ahora respecto a la situación cultural del país: sigue la empeoría. De los recortes en educación así como de la dramática situación de las industrias editorial y cinematográfica por culpa de una ciberpiratería que no se sabe o quiere controlar, se habla suficientemente. En general, están aseguradas denuncias y protestas contra todos aquellos males de los que puede hacerse responsable por acción u omisión a una instancia ministerial, sobre todo si se apellida Wert. En cambio otros síntomas bárbaros gozan de la tolerancia popular, cuando no despiertan franca simpatía multitudinaria.
Fíjense: por lo visto España no puede permitirse una investigación científica de calidad, por lo que huyen de aquí jóvenes prometedores y talentos consagrados, ni tampoco buenas orquestas sinfónicas, muchos pequeños museos de calidad penan por la supervivencia y el Círculo de Bellas Artes o el Ateneo de Madrid cerrarán un día de estos. ¡Ah, pero no todo va mal! Cuando llega la gala del Balón de Oro, siempre entre los aspirantes al premio hay más jugadores de equipos españoles que de ninguna otra parte. Otra cosa no, pero podemos permitirnos, a pesar de la crisis y los recortes, los jugadores que cobran cifras más astronómicas en ese deporte, el más corrupto y corruptor de todos. Los libros son caros, los discos son caros, las localidades del teatro o del cine son prohibitivas, pero las entradas a los estadios y lo que pagan las cadenas de televisión por conseguir los derechos de emisión de los partidos son cosa sobre lo que no cabe rechistar. ¡Solo faltaría que nos faltase el fútbol!
La única pasión española que puede hoy compararse con el fútbol es la cocina. ¡Somos una gastrocracia! Santa Teresa nos aseguró que Dios también anda entre pucheros, pero no dijo que se dedicase personalmente a deconstruir albóndigas. Ahora resulta que no hay destino más sagrado y los ilusionistas del fogón son los únicos gurús indiscutibles de una asamblea de crédulos y esnobs. En todas las radios predican los fabricantes de recetas y en cada televisión tienen su concurso de potajes. Todo el mundo va disfrazado de cocinero, como en la tamborrada donostiarra, y hasta a los niños les hacen competir en el arte de remover la olla. Y los que tanto denuncian otras corrupciones de menores, calladitos y contentos. Lo peor es el discurso pringoso y altisonante que pretende darle glamour estético a la fabricación de tortillas o croquetas: peor que los textos de los catálogos artísticos, con eso se lo digo todo. A este paso, el buen gusto tendrá que desembocar en la anorexia o la huelga de hambre. Si Nietzsche viniese a España, ya no diría “no soy un hombre, soy dinamita”, sino “no soy un hombre, soy bicarbonato…”. Del resto de la empeoría cultural, que es largo, hablaremos en otra ocasión.
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