La parábola del ciempiés
En su última entrevista con EL PAÍS, el pasado mes de abril, el poeta Juan Gelman se mostró como un hombre que ha perdido la esperanza, pero no el humor
Cuando Juan Gelman era niño su madre le contó muchas veces el mismo cuento. Había una vez un día, como cualquier día, en que una araña se encontró a un ciempiés en lo más profundo del bosque. “¿Cómo haces para caminar?”, le preguntó. “¿Mueves primero las cincuenta patas de la izquierda y luego las cincuenta de la derecha? ¿O veinte y veinte? ¿O diez y diez?”. El ciempiés se puso a pensar la respuesta… y ya no caminó nunca más.
Gelman recordaba esta historia cada vez que le preguntaban por qué escribía. O cómo concebía su poesía. Aunque estaba casado con una psicoanalista, no le gustaban demasiado esos ejercicios de introspección. Y prefería para algunas cuestiones intrincadas, las respuestas más sencillas. “El poema sale como sale. Cuando se escribió, murió. Si lo retoco me siento traicionando el mejor momento de la escritura”, dijo en una de sus últimas entrevistas, concedida a EL PAÍS el pasado abril en su domicilio del centro de la capital mexicana.
En aquel encuentro Gelman se mostró extraordinariamente cálido, como si recibiera la visita de unos amigos. Habló muy bajito, tan bajito que se mostró preocupado de que la grabadora hubiera podido realmente recoger su voz, y despacio, inclinándose sobre la mesa, para que no se perdieran sus palabras, que parecían salidas del fondo de una caverna. Aunque solo eran las once de la mañana, invitó al redactor y al fotógrafo a tequila mientras él tomaba café: el suyo y el que dejó el periodista. Y fumó parsimoniosamente varios cigarros, como si encontrara en el humo un apoyo para redondear las respuestas.
Por entonces, el poeta ya se sabía enfermo, aunque quitaba importancia a sus dolencias y se mostraba más preocupado por quienes le rodeaban. Iba a cumplir 83 años pero no se sentía tan viejo como para aceptar la mano de quien bienintencionadamente quería ayudarle a bajar de un autobús. “Aunque luego me costara horrores”, reconocía entre risas. Porque Gelman no había perdido el humor. Sus respuestas arrancaban con un inevitable “mire…”, contenían por lo general un argentínisimo “este…”, y concluían, salvo las más graves, con una mirada de niño pícaro y una risa entre dientes buscando la complicidad de sus interlocutores.
Más que una entrevista, el encuentro con Gelman fue un diálogo. El poeta tanto contestaba a las preguntas, como consultaba la opinión de redactor y fotógrafo. “¿Qué por qué mi último se llama Hoy? Pues pensaba que me lo dirían ustedes…”. Y se perdía en reflexiones infinitamente más interesantes que las cuestiones que se le formulaban para luego interrumpirse con un leve sobresalto: “Perdone, si quiere volvemos a la entrevista”.
Había una enorme tristeza en su mirada, pero ni asomo de rencor ni de odio, pese a las sombras terribles de su pasado. De hecho, tuvo que escribir un libro, el último, para explicarse lo que había sentido, o mejor dicho, lo que no había sentido, cuando condenaron a los culpables de la desaparición de su hijo y de su nuera durante la dictadura militar: nada.
Sus convicciones parecían tan firmes como llenas de matices sus respuestas. Tenía muchas dudas sobre la actuación del entonces recién elegido Papa durante el régimen militar, pero no descartaba que pudiera cambiar algunas cosas, para bien, en la Iglesia. Apoyaba al actual Gobierno de su país, pero encontraba positivo que surgiera una oposición "que propusiera cosas". Era amable, pero no diplomático: “Tenía un nieto que escribía poesías y… bueno… le dije que se dedicara mejor a la economía agraria. Me hizo caso y le va muy bien”.
En aquella entrevista Gelman se definió como un hombre sin esperanza en unos tiempos terribles. “Se ha montado un sistema para recortarnos el espíritu”, dijo. “Y lo peor es que percibo un cierto acostumbramiento”. Sin embargo, una lucecita en el fondo de sus ojos no parecía querer apagarse. “Hay tiempos especialmente negros y luego se dejan atrás”, reconoció, “no sé, tal vez tenga la confianza lastimada”. Aunque no tenía intención de vivir cien años –“Dios, si existe, se estará aburriendo en su eternidad”- mantenía la ilusión por ver casarse a sus nietos y que le dieran algún bisnieto. Y, desde la distancia, no perdía la fe en que los bohemios del Atlanta, el equipo de su barrio, regresaran algún año a la Primera División argentina.
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