La última patrulla trata de volver a casa
Sebastian Junger prepara un libro y una película sobre la marcha que realizó a pie por EE UU con dos curtidos veteranos de guerra. Un fotógrafo español caminó con ellos
Cuatro hombres caminan. En invierno y en verano. Bajo la lluvia, entre la nieve, sufriendo un frío lacerante y un sol de justicia. Duermen donde les atrapa el fin del día, vivaqueando en los bosques o en los suburbios, en refugios para homeless.Forman una patrulla y todos tienen experiencia de guerra, directa y traumática —unos han matado, todos han visto morir en batalla—. Pero no recorren territorio enemigo y su misión no es bélica. Sus cuerpos a menudo sucios y fatigados exudan memoria, sueños alucinados, penitencia y una suerte de redención. Esa contrita caminata tiene entre otros objetivos cerrar heridas, observar el mundo y reconocerse en él; es, en el fondo, un intento desesperado de volver a casa.
The last patrol, la última patrulla, es el nombre del singular nuevo proyecto del escritor, cineasta y periodista Sebastian Junger (Belmont, Massachusetts, 1962), autor del best-seller La tormenta perfecta —libro en el que se basó la película—, de Guerra (Crítica, 2011), sobre su estancia durante 15 meses en uno de los peores escenarios bélicos de Afganistán acompañando a un pelotón de soldados estadounidenses, y del documental sobre la misma experiencia Restrepo, premio del gran jurado en el Festival de Sundance y candidato en 2011 a un oscar.
Junger no sabía qué resultaría de su extravagante idea, nacida de un impulso irracional. Simplemente se trataba de ponerse a caminar a través de EE UU acompañado por veteranos de guerra y con una cámara. “Yo y los chicos con los que fui luchábamos por volver de la guerra psicológicamente, me pareció bonito hacerlo caminando”. En esa singular Anábasis americana realizaron una serie de caminatas en las cuatro estaciones del año hasta cubrir los 482 kilómetros entre Washington DC y Pittsburgh. La experiencia va a dar origen a un libro y un filme, ambos con el mismo nombre de The last patrol. El primero tiene prevista su publicación en marzo y el segundo, de 90 minutos, se estrenará el mismo mes en el Festival de Tribeca.
El grupo reunido por el escritor incluyó dos combatientes veteranos de guerra, ambos con servicio en primera línea en Irak y Afganistán: el sargento de las fuerzas especiales David Roels, de 38 años, y el soldado de infantería Brendan O’Byrne, de 29, miembro de la Compañía de Batalla, una de las seis de La roca, el famoso batallón de la 173ª Brigada Aerotransportada, unidad con el promedio de bajas más elevado del Ejército de EE UU. Los lectores de Guerra recordarán a O’Byrne como uno de los soldados a los que siguió Junger durante su despliegue en el valle de Korengal —“el Afganistán de Afganistán”—, donde las bajas de las secciones estadounidenses en lucha con los talibanes llegaban a veces al 80%. El joven se contaba entre los amigos de Juan Restrepo, el sargento médico muerto en combate en cuyo honor se bautizaron su pelotón y el puesto avanzado que dio nombre al documental de Junger.
El cuarto componente de la singular patrulla era un español, el madrileño Guillermo Cervera (Madrid, 1968), conocido fotógrafo de guerra que ha trabajado en Bosnia, Chad, Afganistán y Libia. Su inclusión en el proyecto la explica él mismo tomando un cacaolat en un bar de Barcelona. “Yo estaba junto al gran amigo y colaborador de Sebastian Junger, el fotógrafo británico Tim Hetherington, coautor de Restrepo, cuando lo mataron el 20 de abril de 2011 en Misurata, en Libia, durante un ataque con morteros de las fuerzas leales a Gadafi. En el mismo ataque murió el fotógrafo estadounidense Chris Hondros y otros dos colegas resultaron heridos. Cuando Tim resultó alcanzado lo subí a la parte trasera de una pickup, pero murió desangrado antes de que llegáramos al hospital. Estaba de regreso en España, en Lanzarote haciendo fotos de surf, que es lo que hago entre conflictos, como una especie de terapia, cuando me llamó Sebastian para que fuera a Nueva York al funeral de Tim y les explicara a sus familiares cómo murió”.
Entonces, Junger le explicó a Cervera su proyecto y le pidió que sustituyera a su amigo. “Me dijo que quería que caminara con ellos e hiciera las fotos de la historia, que le interesaba además tener la mirada de un extranjero. Finalmente fuimos cuatro hombres cansados de la guerra, los dos combatientes y dos periodistas, Sebastian y yo”. Cervera, de familia de militares (el almirante que perdió la flota de Cuba era su antepasado), publicará un libro con las extraordinarias fotos de la experiencia que se venderá junto al de Junger.
Partieron de Washington y empezaron a caminar sin ningún plan fijo. “Era un viaje laxo, con mochilas y sacos, marchando a nuestro aire y durmiendo al aire libre, cubriendo el mundo rural y el mundo suburbano, con sus marginados, sus parados, sus yonquis y sus sin techo. Empezamos en la primavera de 2012. La idea primitiva era ir de Washington a Nueva York, pero Sebastian decidió ir a Pittsburgh, recordando que fue en el valle del Ohio donde se desarrolló en 1754 el inicio de la Guerra de los Siete Años en suelo americano y donde murió el general Braddock en lucha contra los franceses y sus aliados indios”. Junger también decidió que la marcha se realizaría en cuatro etapas para cubrir las cuatro estaciones en el viaje. “En el trayecto no nos limitamos a hablar de nuestras historias personales y nuestras experiencias en la guerra, sino a observar y comentar la situación nada halagüeña de los lugares por los que pasábamos, trazando algo así como un retrato alucinado y oscuro de los EE UU de Obama”. Vieron mucha miseria, mucha marginación, mucho racismo, mucho odio, mucho fanatismo religioso. Hablaron con la gente para conocer sus opiniones. “Y nos pasó de todo”.
En una ocasión, los persiguió la policía, utilizando incluso un helicóptero. En otra, fueron a parar a un aeropuerto militar en el que precisamente se desembarcaban cadáveres de soldados muertos en Afganistán. “A veces era como un tripi, un viaje de ácido. Íbamos como vagabundos, nos lavábamos en los ríos, vimos muchos animales en los bosques, ciervos, zorros, mapaches, un oso”. La gente recibía a los veteranos de guerra ambulantes una veces con humanidad, otras con aprensión. No llevaban armas. “Únicamente un espray de defensa y un machete”. Cada noche encendían una hoguera para cocinar y al hacer vivac, si llovía, juntaban sus ponchos militares. Llevaban un perro, Daisy. Cada uno caminaba a su ritmo y llevaba el peso de sus traumas y recuerdos. También sus esperanzas, como los personajes de El mago de Oz en versión cine de guerra.
“Hablábamos mucho. Brendan tenía un pasado problemático. A los 16 años se peleó con su padre alcohólico y este le pegó dos tiros con un rifle. Para evitar que su progenitor fuera a la cárcel declaró que este actuó en defensa propia y fue él a parar a un reformatorio. Luego se enroló en el Ejército y lo enviaron a Afganistán, de donde volvió muy tocado. Dave, de Texas, padre de dos hijos, vivió aventuras increíbles con las fuerzas especiales, infiltrado sobre el terreno. Durante el viaje, decidió volver de nuevo a Afganistán”.
Por su parte, Junger les confesó su obsesión con la guerra y su dolor y sentimiento de culpabilidad por la muerte de Hetherington. Guillermo les habló de su padre, vendedor de armas, con el que mantiene una difícil relación. Todos compartían sus momentos dolorosos de la guerra, la muerte de los camaradas, el miedo, la dificultad del regreso.
“¿El peor momento? La ocasión en que una noche vimos cómo atropellaban a un perro. Cada uno de nosotros reaccionó de una manera. Brendan se puso muy nervioso, Dave se echó a reír. Nos enzarzamos en un debate sobre quién estaba más colgado. Todos lo estábamos, cada uno con su cuelgue personal. En realidad los cuatro teníamos estrés postraumático de guerra. Cuatro tíos tocados a causa de la guerra, marcados, en busca de algo indefinido y asomados al corazón de las tinieblas del sueño americano”.
Babelia
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