Las entrevistas como invento
Observo con estupor a aquellos cuya naturaleza les lleva a reflejar el mundo como un espejo. Porque ya no es que esos reflejadores no me interesen en absoluto, sino que ni tan siquiera les considero creativos; les veo solo como realistas planos y enemigos del placer de construir, desde los recodos más desconocidos de su temperamento, un mundo único.
Si encontrara a alguno de esos realistas flotando en su propio caldo atávico (más propio de la olla del Padre Coloma que de nuestro siglo), lo primero que haría es avisarle de que se han producido cambios de los paradigmas en neurobiología y vamos hacia una nueva teoría de la percepción. Sí, señores del espejo. Una teoría que propone que la neurociencia deje de explicarnos la actuación del cerebro como mecanismo que refleja el mundo cual espejo y se dedique a exponer de qué forma ese cerebro sirve como vehículo para la construcción de un mundo personal, diferenciado del ya conocido.
Por eso pienso que del mismo modo que nuestros recuerdos son inventados (cada vez que evocamos uno no lo estamos recordando realmente, sino que estamos recordando la última vez que lo recordamos), también son inventadas las entrevistas; lo son incluso las grabadas a pesar de su prestigio de ser las más verídicas, pues en realidad, tal como sucede con nuestros recuerdos, en ellas se tergiversa también el momento original, aparte de que muchas veces —fastidiosa costumbre de nuestro tiempo— se manipula el titular para darle carnaza al Twitter.
Dicho esto, aclaro que fui feliz en la época en la que inventaba las entrevistas y hoy en día, como entrevistado, lo paso bien ensayando ideas y teorías —como si creyera que “el pensamiento” no necesita preparación y puede ser despachado en la entrevista—, aunque luego me olvido de casi todo lo dicho, tal vez porque no ignoro que, como decía Barthes, las entrevistas a un escritor son un artículo de saldo: “¿No tiene tiempo para redactarnos un texto que le pagaríamos? Pues concédanos entonces una entrevista, que nos saldrá gratis”.
Por supuesto, soy un entusiasta de algunas de las entrevistas de The Paris Review (¡ah, la de Faulkner!). Pero la que más alta memoria me ha dejado no está en esa revista, sino en un libro de 1970, Infame turba, donde Federico Campbell entrevista a un Gabriel Ferrater inspiradísimo que, hablando de realismo y de la literatura de compromiso (la de los reflejadores), dice que un narrador tiene un compromiso con la gente que le rodea y el país donde vive, pero la creación de su obra es otra cosa, porque el escritor intenta traducir su experiencia, y esta puede ser diferente para cada persona. De esa entrevista recuerdo también el momento en que Ferrater comenta que el comunista Louis Aragon escribió siempre una poesía muy mediocre, salvo cuando Hitler invadió Francia, lo que le llevó a escribir de forma elevada.
—Pero es muy mal negocio que los alemanes tengan que invadir Francia para que Louis Aragon escriba buenos poemas, concluía Ferrater.
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