Enriqueta Antolín, pasión por la palabra
La narradora era una orfebre del lenguaje, capaz de infundir su vitalidad a personajes y situaciones que en sus manos cobraban vida propia
Enriqueta Antolín fue profesora ocasional, pero terminó estudiando periodismo para acercarse al universo de las palabras. Empezó a ordenarlas con tipómetro cerca de las viejas linotipias como excelente confeccionadora y pasó luego a las redacciones para tratar de contar la vida como se podía contar en los estertores del franquismo. Lo hizo en Cambio 16, lo hizo en la radio y lo hizo al fin en El País y se metió en el mundo de las galerías y los museos para darnos noticia del arte con el buen gusto que la caracterizaba y la privilegiada mirada que poseía. Hizo todo lo que tuvo que hacer para ganarse la vida disfrutándola como una auténtica luchadora. Pero la elegancia y la discreción no la apartaron nunca de su sitio: digna, y acaso orgullosa, se resistió a la vanidad y mantuvo siempre la distancia que otorga la verdadera independencia. No le faltaban ni seriedad ni coraje y mucho menos criterio propio si juzgaba la realidad de su entorno para no incurrir jamás en los estereotipos ni dejarse llevar por cantos de sirena. No era débil, porque su ternura resultaba ser tan inteligente como rigurosa su crítica, tan divertida a la hora de quitar importancia a las cosas que no la tenían o la tenían poco, como luminosa al valorar lo importante. Era respetuosa y reflexiva tanto en este oficio del periodismo como en la amistad. Pero en su paso por el periodismo, del que nunca desertó, llevaba siempre dentro el gusanillo de la literatura que favoreció sin duda su buen oficio en la prensa.
Lectora apasionada, llegó, poco a poco, a ser la escritora exigente que ya en sus primeras novelas se reveló. A una mujer tan vital y luchadora como ella no le bastaba con vivir una vida y encontró en la literatura algunas otras. No ya las que hubiera querido vivir o las que viviera idealizadas sino también aquellas en las pretendió ahondar y acercarse. Y todo eso con un profundo amor a las palabras que trataba con primor de orfebre, hurgando en la claridad y sin retórica. Y a su lenguaje se unía la capacidad que siempre demostrada para construir unos personajes que no definía del todo sino que se construían por si mismos, hablando y actuando, sin necesidad de que su creadora los describiera. Era tan fantasiosa como sus personajes y a veces mucho más disparatada o ensimismada que ellos. Aunque si se le hiciera esa pregunta que los periodistas solemos hacer, sobre todo cuando no hemos leído la obra sobre la que preguntamos -"¿su novela es autobiográfica?"- ella seguro que respondería con toda razón que no. Pero cuando uno lee la obra de un amigo o de una amiga no deja de oír su voz o de identificar sus ocurrencias. Y yo me lo he llegado a pasar en grande tratando de encontrar a Enriqueta Antolín en medio de sus historias.
Todos sus personajes son de alguna manera soñadores porque la habilidad de Antolín para indagar en el alma humana, para no quedarse en la superficie y ahondar en la interioridad de sus criaturas, nos retrata siempre unos seres no sólo verosímiles sino capaces de hacernos entender mejor el mundo. Y es que hasta en sus relatos más realistas, Antolín suele ofrecernos personajes un tanto extravagantes o con un imaginario muy personal; personajes vistos por dentro. Y tampoco faltan los detalles, las minucias ambientales del universo femenino que con frecuencia se le atribuyen. Además, su economía verbal, acompañada de esa meticulosa precisión de palabra a la que ya he aludido, contribuye de manera fundamental a crear una poética atmósfera con distintos escenarios, apenas apuntados. Desde La gata con alas, tan celebrada por gente del mejor gusto literario, hasta Qué escribes, Pamela, su última y más arriesgada invención, pasando por Regiones devastadas, Mujer de aire, Caminar de noche, Cuentos con Rita o Final feliz, Antolín se confirma como una novelista de gran calidad, pero sus relatos breves son la madre del cordero: no solo constituyen en sí mismos hermosísimas piezas sino que la técnica que en ellos emplea, trasladada en algunos casos a la novela, explica sus aciertos. Aciertos conseguidos con tanta fidelidad a sus propósitos literarios y a su rigor con ellos que jamás cedió en sus convicciones por mor del éxito o de cualquier otra triquiñuela ajena a la literatura.
Ahora, en la recopilación inevitable de los momentos de juventud que vivimos juntos, me viene a la memoria su temprana lectura de Francisco Ayala, a la que me condujo, y su fascinación por la narrativa del desaparecido maestro del que llegó a ser biógrafa en un libro de exquisito cuidado y variedad: Ayala sin olvidos. Y si no poca fue la admiración de Enriqueta por Ayala, tampoco le faltó a ella la de su biografiado; la misma que el excelente crítico literario, Domingo Pérez Minik, manifestó siempre por nuestra escritora.
Tan leal y fiel en la amistad como en el amor a los suyos, siendo tan íntima y tan honda, tan capaz de vivir por dentro, ensimismada, compartir la vida con los próximos constituyó su anhelo y en ello encontró siempre los mayores motivos de felicidad. Algo tendrá que ver su maridaje de vida y literatura con su matrimonio con un notable novelista, periodista también: Andrés Berlanga. Él fue quien el martes, al darme la triste noticia de la muerte de Enriqueta, consolándome desde su enorme desconsuelo, precisó un detalle: “Murió sonriendo”, me dijo. La creo capaz de haberle sonreído a Andrés para disgustarlo menos por esta escapada. Nos reíamos todos de sus despistes, y ella la que más; esta vez, sin embargo, puede que a nosotros, sus amigos, nos parezca un sueño su muerte, pero esta desaparición sí que no ha sido un despiste suyo.
Babelia
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