El sueño de una gran caja de música
Se cumple un cuarto de siglo de un espacio largamente ansiado por los aficionados madrileños Un concierto conmemorativo de la Orquesta Nacional de España celebrará la efeméride
Musicalmente hablando, Madrid ha sido siempre una ciudad renqueante, cuando no ingrata y desmemoriada. Valga como símbolo constatar que vive, por ejemplo, a espaldas de sus dos huéspedes más ilustres, Domenico Scarlatti y Luigi Boccherini, que en cualquier otro lugar habrían sido prohijados con orgullo y tesón, pero que aquí apenas se hallan presentes en las programaciones de sus conciertos y que fueron despachados en su día por el Ayuntamiento con una pequeña calle terciaria y una miniglorieta semioculta en la Cuesta de la Vega, respectivamente.
Sus aficionados tampoco han gozado de mejor fortuna: las autoridades religiosas han puesto tradicionalmente mil y una trabas para la celebración de conciertos en sus iglesias, algunas con excelente acústica, y 1988 parece una fecha en exceso tardía para poder hablar por fin de la existencia en la capital de una sala de conciertos estable, con vocación de permanencia y concebida en exclusiva para tal propósito. La gran época de construcción de auditorios, que discurrió en buena medida en paralelo a la fundación o consolidación de las primeras orquestas sinfónicas y que vio nacer, por ejemplo, la Musikverein de Viena (1870), la Neues Gewandhaus de Leipzig (1884), el Concertgebouw de Ámsterdam (1888), el Symphony Hall de Boston (1900), el Orchestra Hall de Chicago (1904), el Palau de la Música Catalana de Barcelona (1908), el Usher Hall de Edimburgo (1914) o la Salle Pléyel de París (1927), como tantas otras cosas, le pasó a Madrid de soslayo. El establecimiento de un repertorio consolidado, de un canon musical de obras del pasado ya tamizadas por el presente, de lo que la filósofa Lydia Goehr ha bautizado como el “museo imaginario de obras musicales”, exigía la creación de espacios en los que poder interpretarlo y disfrutarlo en condiciones óptimas y, necesariamente, en silencio. “Creo que un profundo Silencio es una Expresión de Aprobación mucho más adecuada para la Música, y de honda Aflicción en la Tragedia, que todos esos ruidosos Aplausos tan de Moda”, escribió Richard Wesley ya en 1739. Y, un siglo después, Robert Schumann, por boca de su alter ego Eusebius, confesaba aún, en una carta a Clara, “haber soñado durante años con organizar conciertos para sordomudos, a fin de que pudieran servirte de modelo de cómo comportarse en los conciertos, especialmente cuando son muy hermosos. Deberías convertirte en una pagoda de piedra, como Tsing-Sing” [en referencia al mandarín de la ópera Le cheval de bronze, de Daniel Auber].
1988 parece una fecha algo tardía para hablar de la llegada de un sala estable
En Madrid, en las últimas décadas, quienes querían acudir a ese museo sonoro imaginario y admirar el canon han tenido que deambular por sitios de nombres ostentosos como el Palacio de la Música, el Monumental Cinema, el Palacio de Congresos o el Teatro Real hasta poder disfrutar de un edificio idóneo que parecía ponerles finalmente a salvo de futuras peregrinaciones. Aquel trasiego no impidió que en estas salas surgieran maravillas firmemente instaladas en la memoria como, en el mismo orden citado, los conciertos de Ataúlfo Argenta al frente de la recién creada Orquesta Nacional, el estreno del Segundo concierto para violín, de Prokófiev (el 1 de diciembre de 1935, a un suspiro del gran drama), los inicios de la andadura de la Orquesta Sinfónica de RTVE de la mano de Ígor Markévich o los 22 años de grandes conciertos en la plaza de Oriente. Pero, con excepción del Teatro Monumental, recuperado como sala de conciertos en 1988, y aún en activo, si bien urgentemente necesitado de una profunda remodelación, todos estos edificios viven hoy suertes bien distintas. La más triste, sin duda, la del Palacio de la Música, que, víctima muda de la crisis, languidece vacío y semirreformado en plena Gran Vía en espera de un comprador, que lo destinará sin duda a un uso muy diferente del que había reservado para él la Fundación Caja Madrid, que quiso recuperarlo para la música en aquellos años de vacas entonces gordas, pero que luego, como sabemos todos, enflaquecieron abrupta y escandalosamente.
La sala de Cámara es ensalzada por cuantos músicos tocan en ella
Cerrado desde 1925, la reapertura del Teatro Real en 1966 como sala de conciertos constituía una clara anomalía histórica. Con el edificio partido en dos (en la otra mitad se instalaron el Conservatorio y la Escuela de Arte Dramático), que su destino revirtiera a su condición original de teatro de ópera era solo cuestión de tiempo. El último concierto se ofreció el 13 de octubre de 1988, tras lo cual empezó un largo periodo de obras, que no concluirían hasta su reapertura en 1997. Tan solo ocho días después de cerrar sus puertas el Teatro Real, abría las suyas, muy lejos de la plaza de Oriente, el flamante Auditorio Nacional de Música. La sala, propiedad del Ministerio de Cultura, volvía a tener un inquilino permanente, la Orquesta y Coro Nacionales de España, lo que significaba que el resto de orquestas habían de encontrar acomodo en los huecos que dejaran sus ensayos y conciertos. Ello obligó a prorrogar los dos turnos, uno de tarde y uno de noche, para poder satisfacer la demanda de usuarios, pero tanto músicos —especialmente los extranjeros, acostumbrados a otros horarios— como público han vivido siempre el segundo como una suerte de condena.
Había un aspecto, sin embargo, en el que sí se producía una mejora incuestionable con respecto al Teatro Real. El Auditorio Nacional veía la luz con dos salas, una sinfónica y otra de cámara, lo que permitía que dúos, tríos, cuartetos o pequeños grupos encontrasen por fin un hábitat ideal para ofrecer un repertorio intimista que suena irremediablemente desvaído en los grandes espacios y que acrecienta, en cambio, su potencia expresiva en un espacio reducido. La Sala de Cámara del Auditorio Nacional es sistemáticamente ensalzada por cuantos músicos tocan en ella, que la sitúan al nivel de las más gratas y de mejor acústica de Europa, como la Konzerthaus de Viena o la sala pequeña del Concertgebouw de Ámsterdam.
El experto en acústica Lothar Cremer aconsejó al arquitecto, García de Paredes tenía la experiencia del Manuel de Falla de Granada
Al igual que en su hermana mayor, el público rodea a los intérpretes, siguiendo la estela de la primera sala que impuso este espíritu anguloso, democrático, cercano e igualitario, la Philharmonie de Berlín, que acaba de conmemorar su cincuentenario. Lothar Cremer, el mismo experto en acústica que asesoró a su arquitecto, Hans Scharoun, fue también quien aconsejó al arquitecto del Auditorio Nacional, José María García de Paredes, que llegaba a Madrid con la experiencia adquirida en la construcción del Auditorio Manuel de Falla de Granada y que firmaría también los de Valencia y Cuenca. No incorporó aún novedades posteriores, como las salas móviles y transformables en función del repertorio (como el de la Cité de la Musique de París o el Zankel Hall de Nueva York), pero se apartaba claramente del modelo neoclásico rectangular que había producido ejemplos acústicamente inmejorables, como el Concertgebouw, la Musikverein o la Philharmonia de San Petersburgo. El Auditorio Nacional se alejaba, eso sí, del centro histórico y en sus primeros meses de funcionamiento no era inhabitual escuchar después de los conciertos a los aficionados más jóvenes, criados musicalmente en el Teatro Real, preguntas del tipo de “¿Quién va para Madrid?”.
Hoy el Auditorio es un referente obligado en la geografía urbana de la ciudad
Hoy el Auditorio Nacional es un hecho felizmente consumado y un referente obligado dentro de la geografía urbana para muchos cientos de personas. Por desgracia, sigue siendo más un contenedor, un recipiente, que un centro de reunión, un lugar capaz de trascender su condición de mera sala de conciertos. La arquitectura del edificio —austera y funcional, casi hospitalaria en las zonas comunes— no da para mucho, pero debería trabajarse en pos de lograr un espacio más ágil, menos burocratizado, más amigable. El solar permite quizá plantearse acometer pequeñas ampliaciones a fin de atraer y educar a nuevos públicos, o de lograr que el ya consolidado vea en el Auditorio Nacional, como sucede en el South Bank londinense, por ejemplo, algo más que una sala con buena acústica, una gran caja de música, neutra e impersonal, en la que escuchar conciertos para desaparecer corriendo a renglón seguido.
La ascensión a la cima es un proceso lento y es el público quien marca el ritmo
Ahora que tanto se habla de teatros de ópera de primera, segunda o tercera división, suele olvidarse que los galones, más que con sus gestores o con los artistas por ellos programados, guardan una relación muchísimo más directa con el público que ocupa sus butacas. Son los oyentes, con su actitud, con su respuesta, con su manera de escuchar y aplaudir, con su capacidad de percepción y discernimiento, con la comunicación silenciosa que establecen con cantantes o instrumentistas, quienes hacen grande a un teatro o a un auditorio. El dinero del petróleo, o las macrosubvenciones, vengan de donde vengan, no sitúan a ningún teatro en la cúspide, por más que tenga dinero a espuertas para poder contratar a los supuestamente mejores. La ascensión a la cima, si es que ese es el objetivo, es un proceso lento y es el público el que marca el ritmo. Por eso el futuro del Auditorio Nacional, su evolución y su fisonomía en los próximos años, está también en sus manos.
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