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PURO TEATRO

Un artista del embuste

Rafa Castejón y Fernando Sansegundo descuellan en 'La verdad sospechosa' Helena Pimenta dirige el clásico de Ruiz de Alarcón con la Compañía Nacional de Teatro Clásico

Marcos Ordóñez
Marta Poveda y Rafa Castejón, en una escena de 'La verdad sospechosa'.
Marta Poveda y Rafa Castejón, en una escena de 'La verdad sospechosa'.Ceferino López

Singular y dura fue la vida de Juan Ruiz de Alarcón, al que pusieron sañudamente a caldo sus más altos contemporáneos, con Lope, Quevedo y Tirso a la cabeza: medio hombre entre paréntesis, poeta entre dos platos, piña de cirio pascual y hormilla para bonetes fueron algunas de las lindezas que le dedicaron. Se le subieron a la chepa por intruso y por foráneo (mexicano, por más señas), por bien visto en la corte (estrenó seis comedias en palacio) y, en definitiva, por su talento, cosa siempre amenazadora, incluso para los que más tienen. Ruiz de Alarcón no buscaba moverles la silla sino ganar un dinero para ir tirando, como prueba el hecho de que dejó de escribir en cuanto obtuvo el cargo de relator del Consejo de Indias. En el interín, cocinó con gran esmero (por no decir que inventó) la comedia moral de caracteres, para ilustrar el nuevo código nobiliario del conde duque de Olivares, harto de la relajación de costumbres del reinado de Felipe III. Quizás por no ser español tenía para Ruiz de Alarcón más importancia la conducta que la sangre y le quedaban un tanto a trasmano los dramas de honor y las humoradas feroces: fue un moralista sensato cuyos héroes, no exentos de turbulencias pasionales, “eran menos héroes, y sus bufones menos bufones”, como señaló Juan Ubiña.

Obtuvo con el plagio ajeno una victoria póstuma: no es moco de pavo que te copien Corneille (Le Menteur, 1644) y Goldoni (Il Bugiardo, 1750). Hay una vena profundamente francesa en su teatro: yo le escucho y no pienso en Corneille sino en Molière, que le admiró profundamente, y me pregunto si Marivaux conocería su trabajo, porque están muy cerca. Siguiendo el curso de ese río, siempre he pensado que Rohmer podía haber hecho una adaptación estupenda de La verdad sospechosa. Parece que su teatro fue olvidado en España hasta mediados del diecinueve, cuando le rescata Juan Eugenio Hartzenbusch, que reedita sus obras completas (a las que califica de “tratado de filosofía práctica”), y le dedica un ensayo introductorio y su discurso de ingreso en la Academia. También creo que Moratín es una especie de tataranieto espiritual de Ruiz de Alarcón.

El teatro de Ruiz de Alarcón fue olvidado en España hasta mediados del diecinueve, cuando le rescata Hartzenbusch

Si La verdad sospechosa no es una obra maestra, se le acerca mucho, aunque no se repone con la frecuencia debida. Han pasado más de veinte años de aquel memorable montaje de Pilar Miró, con Carlos Hipólito, José María Pou, Adriana Ozores, Eulalia Ramón y Emilio Gutiérrez Caba, estrenado en la Comedia bajo el pabellón de la CNTC, a la que ha vuelto (ahora en el Pavón, por supuesto) con la firma de Helena Pimenta.

El texto, aquí en muy fluida versión de Ignacio García May, combina de manera deslumbrante la lección moral (sin ponerse latoso), la pintura de costumbres y el enredo. La trama es velocísima, de muy refinada ejecución, y el verso es centelleante y claro, dentro de lo claro que puede ser el verso áureo. Su centro es Don García, un embustero patológico que será castigado por su defecto, pero contemplado con afecto: todos los que le rodean reprueban sus trapacerías pero se sienten fascinados por ellas, porque es un verdadero artista de la mentira. Don García es valiente y ama de verdad, pero no puede evitar engañar: a veces lo hace por cálculo, por necesidad o para darse aires, y en otros muchos casos por el puro placer de construir un relato maravilloso. Rafa Castejón sirve espléndidamente al personaje. Respira el verso como si lo inventara, tiene una dicción diáfana, rebosa verdad y, cosa que ya sabíamos, canta de perlas: su cumbre es el vertiginoso relato de la falsa boda salmantina que el público premia, en toda justicia, con un gran aplauso. Es otro regalo la labor vivísima y brillante de Fernando Sansegundo como Tristán, otra notable creación del dramaturgo, pues, al revés que los graciosos de su época, es más consejero que bufón y más reflexivo que pícaro. Mencionaba antes a Marivaux y es difícil, viendo a ese Tristán, no pensar en el Trivelin de La fausse suivante, que, como él, es un hombre de letras caído y metido a sirviente. También me gustó mucho la segunda pareja masculina, formada por don Juan de Sosa (David Lorente), el inesperado rival de don García, y su amigo don Félix (Pedro Almagro).

La trama de la obra es velocísima, de muy refinada ejecución, y el verso es centelleante y claro

Jacinta y Lucrecia, motores amorosos de la historia que detonan, por confusión del protagonista, la enorme escalada de equívocos, son Marta Poveda y Nuria Gallardo, bien secundadas por la enérgica Pepa Pedroche en el papel de la criada Isabel. Al otro lado de la calle, por así decirlo, está muy ajustado el criado Camino de Óscar Zafra. Me convencen siempre la gracia y el encanto de Marta Poveda, y tiene aquí dos pasajes fenomenales, la escena del balcón y el careo de celos, donde brilla, asimismo, David Lorente. En otras ocasiones, sin embargo, creo que Pimenta la lleva a un registro desaforado, con excesivas carreras verbales. Y creo que se trata de un problema de dirección porque hay en el montaje, como había a ratos en La vida es sueño, una ocasional pero molesta tendencia al griterío, a la aceleración confusa y a la estridencia de tono, como es el caso del formidable Joaquín Notario, que encarna a Don Beltrán, paradigma de la nobleza y el buen sentido, y arranca pantalonesco y campanudo, aunque felizmente reemboca el tiro. El breve Letrado de Juan Meseguer (notable Mendoza en la serie Isabel) se queda, en cambio, a un paso de don Hilarión, y solo puede dar su talla en el segundo rol de don Juan de Luna, el padre de Lucrecia, a la que Nuria Gallardo presta su veteranía para insuflarle anhelo, rabia y un muy preciso tono melancólico: el mano a mano con Marta Poveda en la iglesia de la Magdalena es otro de los momentos redondos de la comedia, así como ese final tan shakespeariano, por amargo, que Pimenta borda, a la manera de Cheek by Jowl, haciendo que los protagonistas bailen el tristísimo vals de Shostakóvich. Preciosa, por cierto, la selección y adaptación musical de Ignacio García, con el piano en directo de Miguel Huertas y Luis Noain.

Tres pegas: 1. No acabo de entender la ubicación decimonónica, muy bien apoyada, eso sí, por el vestuario de Alejandro Andújar y Carmen Mancebo; 2. Me parece (en ocasiones) excesivamente tenebrista la iluminación del maestro Gómez Cornejo, y 3. Por una vez no me convence la escenografía de Andújar, ese muro en ángulo con una retícula que me recuerda, y mucho lo lamento, a los baldosines de un urinario.

La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón. Dirección: Helena Pimenta. Intérpretes: Rafa Castejón, Fernando Sansegundo, Marta Poveda. Teatro Pavón. Hasta el 8 de diciembre.

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