La gran tradición creativa de Brasil
En dos décadas el arte brasileño ha irrumpido en la escena internacional. Hoy muestra su gran mestizaje y radicalidad hasta convertirse en uno de los más apreciados del mundo
El recuerdo sigue vivo en la memoria porque la impresión fue única: a finales de los noventa, en una galería neoyorquina, al salir de una exposición del joven artista Ernesto Neto, el espectador trataba de recordar en vano lo que había visto: en sus sentidos gobernaba más el olor que las formas. Se trataba de las entonces recientes instalaciones del artista carioca en las cuales unas mallas con formas orgánicas se llenaban de especias que, al rebosar, inundaban las salas de perfume. El reto a la mirada higienizada de Occidente estaba servido: ver la obra de Neto era sobre todo olerla.
Aunque, a pesar de la radicalidad de su propuesta —oler—, Neto no estaba solo en su fórmula para retar a Occidente. Le acompañaba toda una tradición creativa de Brasil que había comenzado en 1928, con el ahora archicitado Manifiesto antropófago, de Oswald de Andrade, durante demasiados años desconocido entre nosotros. En el texto se animaba a devorar al colonizador y se abogaba por una cultura de contaminaciones e integración. Después Oswald de Andrade llegarían los neoconcretos —Lygia Clark, Helio Oiticica o Lygia Pape— con sus geometrías para apreciar sensorialmente, con el cuerpo completo; obras para “usar”, que confirmarían esa idea de Brasil mito, realidad, proyección, pero latiendo. Ya intuyó Montaigne, hace cuatro siglos, cómo Brasil daría que hablar desde su imposible codificación: “Lo abrazamos todo pero no atrapamos sino viento”.
Han pasado muchos años desde aquellos noventa en los cuales el arte brasileño empezaba a ser exhibido y apreciado en Nueva York, aunque hoy su producción artística no solo está presente en los circuitos internacionales, sino que se halla entre las más cotizadas y apreciadas, desde luego mainstream frente a la de países emergentes como China. Después de Cildo Meireles, con Artur Barrio uno de los artistas del conceptual de los sesenta más radicales, llegaba la generación del propio Neto, Valeska Soares, Vik Muniz, Adriana Varejao o Rosângela Renno, los niños mimados de la escena internacional, los que junto con Beatriz Milhares situaban a Brasil en el mapa y a través de ellos se conocían las generaciones anteriores, pues en el caso de Brasil se ha llegado a Clark, Pape y hasta Oswald de Andrade tras la popularidad de artistas más jóvenes y en un recorrido inverso. Aún así, habiendo pasado más de 20 años desde la poderosa primera impresión frente a las mallas de especias de Neto, la vitalidad del arte brasileño sigue pujante.
Porque las cosas han cambiado en Brasil desde aquellos años, que se podrían llamar del boom latinoamericano en general y brasileño en particular en cuanto a las artes plásticas se refiere, pero sigue siendo referente internacional con museos de alto nivel y programas interesantes, como la Pinacoteca do Estado de São Paulo, que bajo la dirección de Marcelo Araujo primero e Ivo Mesquita después se ha situado en un lugar excepcional, o el Museo de Arte Moderno de Río. A esto hay que sumar propuestas creativas como los curiosos centros culturales situados en barrios estratégicos a veces con poca oferta cultural, los Sesc, dependientes de Servicio Social de Comercio —una especie de asociación de comerciantes—; una bienal activa desde 1951 y que hoy es la número uno a la hora plantear cuestiones y transformaciones, muy por delante de Venecia, enquistada en sus pabellones nacionales y obsoleta en medio del mundo en que vivimos; o galerías jóvenes, que siguiendo la tradición de Luisa Strina o el mítico Marcantonio Vilaça, muerto prematuramente hace poco más de 10 años —por citar dos —, abren nuevas posibilidades casi como espacios alternativos.
Es el caso de Vermelho y Mendes Wood en São Paulo y el proyecto de Río Gentil Carioca, un espacio regentado por artistas en el cual participa el propio Neto. Precisamente en esta última galería se expone la obra de Renata Lucas, invitada el verano pasado a la Documenta 13, y que trabaja sobre instalaciones que son transformadas por la intervención del espectador. No es la única de lo que podríamos llamar cierta nueva generación afincada de Brasil que produce obras interesantes. Carla Zaccagnini, de origen argentino y siempre preocupada por problemas espaciales; o Adriano Costa y sus juegos de objetos rehabilitados son dos nombres siempre presentes. Si el peligro de los boom es que cuando pasa, pasa el interés, en el caso de Brasil ha ocurrido todo lo contrario. Le ha seguido un proyecto de futuro sólido que confirma la intuición de Montaigne: Brasil da siempre que hablar y que hablar bien, además.
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