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Magia sobre el escenario

La actriz argentina Norma Aleandro inicia en España una gira con la obra Master class, que recrea las enseñanzas de Maria Callas

Francisco Peregil
Norma Aleandro, retratada la pasada semana en buenos aires.
Norma Aleandro, retratada la pasada semana en buenos aires.Ricardo Ceppi

Norma Aleandro, la gran señora del teatro en español, nos abre la puerta de su casa en Buenos Aires. El crítico teatral Eduardo Haro Tecglen hablaba de ella como “la primera dama del teatro en este idioma y sus nobles variantes”. Y el crítico de cine Ángel Fernández-Santos escribió en este diario: “Puro oro cinematográfico es todo cuanto toca la alquimia interpretativa de Norma Aleandro, que tiene tal capacidad de transfiguración que a la memoria se le escapan sus incontables y sutilísimas mutaciones, los saltos y meandros de la línea gestual de su personaje”.

En el cine interpretó a la madre burguesa de una niña secuestrada durante la dictadura en La historia oficial (1985), el primer filme argentino en ganar el Oscar a la mejor película extranjera. Fue también la madre de Ricardo Darín en El hijo de la novia y ha trabajado en decenas de películas, para cine y televisión. Pero en el teatro lo ha sido casi todo. Ahora llegará a España entre octubre y noviembre para estrenar en varias ciudades la obra Master class, del autor estadounidense Terrence McNally. La pieza gira en torno a las lecciones de canto que dio Callas al final de su vida en Nueva York. En Master class se ve a una Callas a veces despiadada con los alumnos. “Eso es parte de esta visión teatral, dramática y dinámica que le dio McNally. Pero ella trataba bastante bien a la gente, y tenía humor”, aclara la actriz.

En la entrada de su casa, hay un macetón con una camelia blanca imponente. Se avanzan unos veinte pasos por un patio y de nuevo surge otro con una camelia roja. El salón donde nos recibe mide más de cuatro metros de altura, las paredes están forradas con la madera de un barco americano que tenía más de 200 años cuando lo desguazaron. Hay cientos de libros, un cesto lleno de piñas secas para alimentar la chimenea, una estatua de Buda y ningún televisor. El salón da a un jardín con piscina.

En la estancia tan delicada se cuela, de forma inevitable, el ruido de alguna obra en Buenos Aires. Pero cuando acaba de posar, se sienta en un sillón como una chiquilla, con las piernas cruzadas al estilo indio, comienza a hablar y ya no hay ruido que pueda competir con el contenido de su conversación. Tiene 77 años y no dejan de brillarle los ojos cuando habla sobre teatro.

PREGUNTA. ¿Qué es para usted una diva?

RESPUESTA. Cuando yo empecé el teatro, que empecé muy chiquita porque mis padres eran actores, diva se le llamaba a los muy grandes cantantes de ópera. No se usaba para teatro ni para cine… —Norma Aleandro se queda unos segundos callada mirando al fondo, sonríe y replica—. ¿Por qué me haces esa pregunta?

P. Muchos aficionados la ven a usted como una diva.

R. No me tomo tan en serio, por suerte, porque viviría tristemente mi vida. He conocido y conozco gente con muchísimo talento que de pronto no tuvo las posibilidades. O se le atrancaron los caminos en la vida y no pudo terminar de realizar lo que estaba haciendo. Esto no es una carrera, que todos salen a ver quién llega primero. No me creo una diva, pero prefiero que me digan esas cosas a que me digan: “Mirá que mala es”.

P. En Master class su personaje de Callas dice que en el teatro es importante todo, hasta el polvo del escenario.

R. Para ella son importantes todos los detalles: la luz, el vestuario, el peinado y el polvo del escenario. Y es verdad: llega a estar sucio el escenario, larga polvo, se te atraganta en la garganta y no podés hablar o te da tos. O se arrodilla el rey y se levanta sucio. La artesanía, que es lo que yo hago, está llena de detalles. No te puede parecer una cosa más importante que la otra, sino que todas son importantes porque todas van armando eso que estás haciendo, que es complejo. Es complejísimo.

P. También dice su personaje que lo más importante es el momento de la entrada en el escenario.

R. Ella dice que así como te presentas ante el público es como te presentas en la vida. Y Callas le da el ejemplo a una alumna: “Si un hombre entra a tu baño sin llamar, ese hombre es un cerdo. Y la vida entera demostrará que es un cerdo”. La entrada es una manera de decir no “aquí estoy”, sino “cómo soy”. Si entra un rey tiene que entrar un rey, no puede entrar un actor con un disfraz, con una peluquita. Tiene que entrar un rey. Puede ser bajito, enorme, puede tener barba, puede ser pelado, no importa. Pero tiene que ser un rey. ¿Cómo lo es? Desde adentro, no hay otro lugar. No hay otro lugar para contar.

Callas también dice cosas muy bellas en el discurso final: “Cuanto más envejezco menos sé de la vida, pero sé que lo que hacemos sirve”. El arte, está hablando del arte. “No se caerá el sol porque no haya más Traviatas. El mundo seguirá girando, con o sin nosotros, pero hemos hecho de este mundo algo más bello y más sabio gracias al arte”. Es verdad, yo lo creo.

P. ¿Qué es para usted un buen actor?

R. A mí lo que me interesa de un actor, como espectadora, es no ver al actor, ver al personaje. No darme cuenta ni cómo lo hizo, ni qué hizo, ni si se parece o no a ese personaje que estoy viendo. En ningún momento ver al actor.

P. ¿Cómo se consigue actuar cada noche sin que la rutina mate el talento?

R. Eso es lo más difícil de este hermoso oficio: hacer todas las noches ese inventito de interpretación y que no sea repetir como un loro lo que hiciste la noche anterior. Si un pintor tuviera que pintar el mismo cuadro todas las noches a las nueve tendría que empezar a encontrar muchísimas cosas para poder hacerlo. Y eso es algo de lo que yo me preocupo muchísimo y lo hablo con mis compañeros profesionales. Es complicadísimo que no se arme rutina. Y estamos muy contentos con este elenco de Master class, que es maravilloso, porque hemos logrado mucho de eso. Nos salen funciones mejores que otras, o que nos gustan a nosotros más que otras. Pero rutina, no.

P. ¿Cómo lo han conseguido?

R. Yo les propongo a los actores no torcer el rumbo, pero no caminar el mismo pasto. Y tiene que ser algo tan cuidadoso, que no termines tocando otra melodía. Pero sí que te sorprenda mínimamente. Y, sobre todo, no perder nunca algo que en el teatro es tan imprescindible como en la vida: escuchar al otro. Y otra cosa muy compleja: incorporar todo lo que tiene el teatro, desde el maquinista entre bastidores, al telar de arriba, a la luz que tenés ahí, al compañero que está por entrar, al público que está sentado ahí y a la señora que se mueve por allá. Todo hay que incorporarlo como parte de la actuación. Si lo ponés afuera te pelea en contra. El público te ayuda mucho, tira tu energía, está trabajando como estás trabajando vos.

P. ¿Recuerda alguna clase magistral que haya recibido usted?

R. Yo había visto en Japón el kabuki; y una cosa es leer sobre el kabuki y otra cosa es entrar a la sala y ver kabuki. La primera vez que entrás, lo primero con que te sorprendés es que no terminen de apagar la luz de la platea. Todo eso yo lo sabía, pero cuando me senté y empezaron a recitar así, que no entendía nada, yo dije: “Estoy dos minutos y me voy”. Pero habían pasado seis horas y no me quería ir. Impresionaba ver aparecer a un hombre viejo muy maquillado flotando como una geisha. De pronto ese viejito era una mujer sin lugar a dudas. Se veía el trabajo que había detrás de siglos. Fui bastantes veces al kabuki. Pero una vez que estaba en un festival en Caracas fuimos a ver a la única compañía de kabuki que sale fuera de Japón. Daban una clase magistral. El cabeza de la compañía, que era el que hacía el papel de mujer, entraba con un pantaloncito negro pegado al cuerpo, con el torso desnudo. Y daba pena porque era muy viejo, muy flaco, con toda la cara arrugada… Él nos contaba por qué cada personaje se maquillaba con determinado color. Hasta que el viejo también se arrodillaba y se empezaba a poner la pintura blanca en la cara. Y se pintaba las cejas y la boca. Luego traían los servidores de escena una peluca enorme, negra, llena de ganchos y de flores, y se la ponían. Y le ponían una bata, y se la abrochaban atrás, y otras batas. Y luego un kimono, de un color y de otro, y veías cómo los enrollaban por dentro de tal forma para soltarlos después en escena. Y cuando se levantaba solo veías a una joven que luchaba por su amor. Me sirvió mucho, porque uno siempre dice: “¿Cuál es la magia en el escenario, qué magia tenés que lograr?”. Los viejos magos decían: “No podés sacar un conejo de la galera si no pones un conejo antes en la galera”. Y aquí eso es muy cierto. O

Master class. De Terrence McNally. Dirección: Agustín Alezzo. Intérpretes: Norma Aleandro, Carolina Gómez, Lucila Gandolfo, Marcelo Gómez. Teatros del Canal. Madrid. Del 9 al 27 de octubre.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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