Isla del regreso
Leer a Cees Nooteboom en Menorca acentúa el deseo de encontrar un refugio en ese lugar
Algunas veces el azar actúa con una puntería admirable. En Ciutadella, en Menorca, en una librería acogedora y bien surtida de segunda mano, descubrí un libro de Cees Nooteboom que trata en parte de su vida en la isla, Lluvia roja, traducido a un límpido español por Isabel-Clara Lorda Vidal, y la lectura fue así más provechosa, y todavía más placentera, porque estaba descubriendo Menorca con mis propios ojos y con mi asombro de recién llegado y al mismo tiempo a través del testimonio de quien la conoce, literalmente, como la palma de su mano. Desde hace más de cuarenta años Cees Nooteboom tiene una casa en Menorca y pasa en ella los veranos, en un estado de perfecto retiro, dedicado a dos tareas que se completan muy bien entre sí, la escritura y el cuidado de un huerto. El trabajo de escribir exige una inmovilidad insalubre y un ensimismamiento prolongado en cosas que no existen. La inmovilidad ha de ser compensada con ejercicio físico; el ensimismamiento en lo inventado o en lo invisible, con la compañía franca e igual de otros seres humanos, y con la dedicación a ocupaciones prácticas que exijan una atención activa al mundo real, a ser posible el uso diestro de las manos: la jardinería, la cocina. La carpintería también parece aconsejable, pero quizás es más propia de escritores americanos, porque requiere talleres o cobertizos, un vigor físico y unas posibilidades espaciales raramente accesibles a literatos europeos.
El recién llegado no ve más que el presente: el sedentario está tan acostumbrado que apenas ve nada
Durante los nueve meses del año que no pasa en Menorca, Cees Nooteboom vive en Ámsterdam o viaja por el mundo. Esa costumbre hace de Lluvia roja un libro nómada y a la vez un libro sedentario. Trata de las sensaciones de la ida y de las del regreso, del descubrimiento de lo remoto y de la comprobación de la permanencia de las cosas, experiencias simétricas que es difícil conocer con la misma intensidad en una misma vida, pero que a muchas personas les son igualmente necesarias para mantener un cierto equilibrio. Hay lugares a los que uno llega por primera y única vez, y luego son nada más que recuerdos más o menos fijados por la literatura. Hay otros a los que se está volviendo siempre, por una especie de fatalidad no del todo electiva, como un novelista vuelve a ciertos temas que no se le agotan por mucho que ahonde en ellos, como un músico explora una tras otra, maniáticamente, todas las variaciones posibles de una melodía simple, de una canción trivial. Yo llegué a Menorca y ya desde la ventanilla del avión me sorprendió un paisaje de verdes ondulados y acantilados agrestes que me hacía pensar en Irlanda, donde no he estado nunca. Todo lo que veía era nuevo y se me imponía con una especie de serena contundencia: la vegetación como agazapada, las formas blancas y sobrias de la arquitectura popular, las hileras sinuosas de bajos muros de piedra, a veces coronados por una capa de cal. Luego leía a Nooteboom y encontraba la confirmación y la explicación de lo que había visto, y a la cualidad de presente puro y novedad completa de mis observaciones se agregaba en su relato la profundidad de campo de la perspectiva en el tiempo. Yo era un recién llegado y él contaba recuerdos de sus primeros años en la isla, hacia finales de los sesenta. Lo que yo presenciaba tenía una inmediatez de disparos fotográficos: una cala a lo lejos; un promontorio de rocas peladas de pizarra sobre el cual se erigía un faro, en un paisaje batido por el viento y el mar, de una aridez de lava petrificada, semejante a esos lugares solitarios de Islandia sobre los que he leído tanto desde que era niño y que tampoco he visitado nunca; una ladera de rocas, perforadas por la erosión, con agujeros como de nido de avispas o de arrecifes de coral disecados, como esas rocas del cabo de Creus en las que yacen como fósiles los obispos putrefactos de Buñuel en La edad de oro. Me contaron que en Menorca sopla la tramontana con la misma fuerza que en el cabo de Creus, pero luego leí en Josep Pla que cuando llega a la isla la tramontana ya viene algo apaciguada por su travesía del mar.
Hay escritores de viajes que escriben como si transitaran por el mundo en una soledad perfecta, más bien altiva
El recién llegado no ve más que el presente: el sedentario está tan acostumbrado que apenas ve nada. Es el que se marcha y vuelve con regularidad el que está en mejores condiciones para distinguirlo todo, porque la ausencia lo ha depurado del efecto narcótico de la costumbre, y porque el conocimiento prolongado le permite ver hacia lo lejos en las galerías del tiempo. Cada año, a principios de verano, Cees Nooteboom va de nuevo a Menorca, y gracias a los meses de ausencia la sigue viendo con algo de la frescura de las primeras veces; llega el otoño y se marcha, y es probable que la disciplina y el hábito de las despedidas le amortigüe la congoja de la ausencia inminente, y que también al irse se fije con más atención en lo que está a punto de dejar, la casa un poco antes de cerrar la puerta, el jardín en el que ha trabajado durante esos meses, la carretera familiar, que en ese último día cobra el dramatismo de lo que puede estar haciéndose por última vez. El tiempo del retiro fértil, del “trabajo gustoso” a la manera de Juan Ramón Jiménez, ha sido el de la escritura, pero también el de las labores en el huerto; el de la soledad corregida por la compañía conyugal y por la proximidad de esas personas del pueblo a las que lleva conociendo cuarenta años, de modo que las ha visto hacerse mayores, morir, marcharse de la isla. Hay escritores de viajes que escriben como si transitaran por el mundo en una soledad perfecta, más bien altiva, testigos desapegados. Lluvia roja es el libro de un viajero profesional que se retira a Menorca para escribir, pero está tan lleno de gente como cualquier vida de pueblo pequeño, de personas comunes que se vuelven personajes singulares por el simple hecho de observarlos con atención y contar lo que hacen y dicen; personas y animales, animales genéricos —ratas, tortugas, lagartijas, cerdos, caracoles— y animales tan dotados de nombre y de carácter como sus dueños humanos: una gata, varios perros, un burro al que una chica le cuenta cosas al oído, un caballo, una gallina.
Leer a Cees Nooteboom en Menorca le acentúa a uno el deseo de encontrar un retiro en esa isla, una casa con un huerto para escribir y trabajar moderadamente la tierra, para escuchar un silencio que yo no había disfrutado tan plenamente desde hace no sé cuántos años, para escuchar el sonido peculiar del viento sobre una topografía de colinas suaves y macizos de arbustos, para que la vista se pierda a lo lejos en una costa no desfigurada brutalmente por la especulación inmobiliaria. Quedarse en una isla y marcharse de ella; volverse sedentario durante unos meses y emprender luego un viaje que lo lleve a uno a la máxima distancia sobre la Tierra, a la isla de Tonga, a Samoa, en busca de la tumba de Stevenson. Irse tan lejos casi exclusivamente para darse luego el lujo de volver.
Lluvia roja. Cees Nooteboom. Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal. Siruela. Madrid, 2009. 208 páginas. 17,90 euros (electrónico: 9,49).
www.antoniomuñozmolina.es
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