Si no bailo me muero
De las películas (y de casi todo) acaban quedando los detalles significativos, por su poesía o su veracidad, y, con suerte, por ambas cosas. De Los Tarantos a mí me vuelven la escena en que una pareja de gitanillos entra en una perfumería del Paralelo y se convidan a dos pesetas de brillantina, y el baile nocturno en las Ramblas de Antonio Gades, Mercutio del Somorrostro, bajo el doble arco de las mangueras. Y luego está lo que no es detalle significativo sino supernova en expansión invadiéndolo todo: la presencia, la voz, el cante y el baile de Carmen Amaya. No voy a intentar describir la esencia de su danza tras las frases de Ana María Moix, que habla de una Carmen Amaya “bailando horas y horas, sudorosa, con los cabellos pegados al rostro, muda y como ausente, para permitir que el alma se eleve hacia regiones inaccesibles, con una fuerza de hombre, una fuerza casi sobrenatural en un cuerpo tan frágil”.
Tras la lectura y la contemplación de Carmen Amaya 1963, un trabajo de amor ganado por el editor Gonzalo Canedo, con soberbio texto de Ana María Moix y soberbias fotos de Colita y Julio Ubiña, recordaré la llegada a Ellis Island de la reina Carmen y su séquito de 25 personas en otoño de 1941. No saben leer ni escribir, ni por supuesto una palabra de inglés, pero se ríen de la luna, como es su costumbre: tienen contratos, y mucho dinero, y más tendrán tras su estancia de un mes en el restaurante Beachcomber y esas tres actuaciones en televisión por las que van a pagarles 15.000 dólares. En Buenos Aires, Carmen Amaya se ha comprado un abrigo de zorro argenté. “Ponga 13 más”, pide, porque 13 son las mujeres que la acompañan, y en Tiffany’s volverá a hacerlo por partida doble: relojes y anillos para ellos, collares y joyas, para ellas. Y cuando Roosevelt, tras la actuación histórica en el Carnegie Hall, el 13 de enero de 1942, la invite a bailar en la Casa Blanca y le regale un bolero con incrustaciones de oro y brillantes, ella lo recortará en 30 trocitos, uno para cada miembro de su compañía. Poco más tarde les echan del Waldorf Astoria por sus continuadas juergas flamencas, asando sardinas en los somieres de la planta que ocupan por completo.
Durante esos años, Carmen Amaya sigue una dieta suicida de cuatro paquetes de Marlboro y 14 cafés diarios. Cuando vuelve a España, tras recorrer medio mundo, tiene los riñones destrozados. Todos los médicos le aconsejan reposo absoluto. La reina contesta, lacónica: “Si no bailo, me muero”. Y no es una frase hecha. Por el libro he sabido que su grave insuficiencia renal le impedía eliminar las toxinas que acabarían por envenenar todo su organismo, “pero el baile, a la vez que agotaba su cuerpo”, cuenta Ana María Moix, “le hacía eliminarlas a través del sudor. Cuando el baile la abandonase, quedaría en poder de la enfermedad. Así pues, ella tenía razón: si no bailaba, se moría”.
En 1963 está absolutamente arruinada: ha ganado millones y los ha gastado con su gente y con todo aquel que se lo pedía. Rovira-Beleta prepara el rodaje de Los Tarantos y quiere a Lola Flores para el papel de la matriarca del clan, pero Paco Revés le convence de que contrate a Carmen Amaya y a los suyos. Después de aquel prodigio aún realizará una última actuación benéfica, casi espectral, el 24 de agosto, en Bagur. En otoño comienza a extenderse la noticia de su agonía, y cientos de gitanos de medio mundo llegan en peregrinación y acampan alrededor de su destartalada masía para acompañarla en su último viaje. El próximo 19 de noviembre se cumplirán 50 años del final de su órbita terrestre.
Babelia
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