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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por fin, un maestro

Conocí a Blanco Aguinaga en una cena informal en casa de una amiga. Acababa de llegar de Estados Unidos para dirigir en Madrid el programa de la Universidad de California (La Jolla). Yo sabía quién era él pero él no sabía nada de mí. Había terminado mi licenciatura unos años antes, pasado dos años fuera de España y de vuelta me proponía empezar mi tesis doctoral. Se interesó mucho por mis proyectos. Me asombró que le gustara la política, la literatura, el cine, el teatro, la música y cuando la cena derivó en un pequeño baile se mostró como el más consumado y divertido bailarín.

Yo iba de asombro en asombro. Había pasado cinco años de mi vida en la Complutense sin encontrar ningún profesor que me atrajese, salvo Manuel Terán. Mucho menos alguien que se interesase por mis proyectos académicos. Tiempo después supe que los alumnos de Filología de la Complutense le habían pedido que impartiese un curso de doctorado aprovechando su estancia en Madrid y en esa Facultad. Hablé con él y me invitó a asistir porque quizás me ayudaría en algo para mi tesis.

El día que empezó su curso el aula estaba llena de la gente más variada. De todas las edades y condiciones. Hablaba sobre la generación del 98. Carlos ya había publicado su Unamuno contemplativo y era una obra conocida por estudiantes y lectores interesados por el tema.

Su estilo era muy especial. Poseía ese tono directo, coloquial, riguroso, propio del método anglosajón, pero comunicaba muy bien a través de la pasión y el interés que ponía en el tratamiento del tema,. Sabia suscitar el debate en la clase y escuchaba con atención lo que decíamos.

A la vuelta de las vacaciones de Navidad la policía, según la inveterada costumbre de esos años, entró en el campus de la Facultad de Filosofía y Letras. Blanco Aguinaga dijo, delante de todos nosotros, que en esa situación no estaba dispuesto a seguir las clases. Pensaba que lo mejor era continuar la revisión de los trabajos propuestos mediante citas establecidas para cada grupo en su domicilio particular.

Pasar de la Facultad a su casa me permitió establecer un nuevo vínculo con él. Las reuniones tenían un carácter profesional y riguroso pero cuando terminaban la hospitalidad de Carlos y su familia —muy principalmente de Iris; sus hijas Alda y Maria, eran todavía adolescentes, Renato creo recordar que estaba en Paris— acogía a todos los que pasábamos por allí. Solíamos ser muchos, y se suscitaban discusiones apasionantes en un momento especial como era aquel: primavera del 68. El magisterio de Blanco Aguinaga continuaba activo en aquellas reuniones heterogéneas, integradas por los que veníamos del doctorado extinto y los que pasaban por allí de visita.

A su regreso a La Jolla siguió siempre de cerca mi trayectoria académica. Presenté la tesis en 1972. Vino a Madrid aquel verano. La leyó cuidadosamente y me aconsejo que la publicara. Me ayudó en una tarea ingrata: despojar el texto de contenidos excesivos, limpiar el estilo de erudición innecesaria y preparar el trabajo para un lector amplio. Cuando encontré una editorial que quiso publicarla le pedí que me prologase el libro y lo hizo con mucho agrado.

Siguió ejerciendo su magisterio cuando unos años después pasó un sabático en Madrid. Le pedimos un grupo de personas diversas —Ana Puertólas, Manolo Rodriguez Rivero, Luis Mari Brox, Rafael Chirbes, Isabel Romero, Constantino Bertolo— que nos dirigiese un seminario semanal durante su estancia. Fue una experiencia importante. Discutíamos, trabajábamos, arremetíamos dialécticamente contra él y sonreía, contestaba y admitía la necesidad de “matar al padre” que todos sentíamos.

En una ocasión después de haber publicado mi libro precedido de su prologo un día casualmente, en una reunión de amigos, muchos profesores y colegas de Blanco Aguinaga en Estados Unidos, uno de ellos, Stephen Gilman, al presentarme a alguien que no me conocía dijo: ”Es Carmen del Moral”, y añadió: “La discípula de Blanco Aguinaga”.

Confieso que al principio me extrañó, luego me agradó mucho. ¡Por fin había encontrado un maestro!

Carmen del Moral es historiadora.

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