Admirando a Galdós
El azar de un encargo me forzó a regresar este verano al autor de 'Misericordia'
Uno prepara a conciencia sus lecturas de verano y luego se las cambia sin miramiento el azar. El cambio suele ser para bien. Yo no tenía previsto regresar este verano a Galdós, pero intervino el azar de un encargo, que me forzó a dejar en suspenso otras lecturas más premeditadas, y lo que había empezado siendo una obligación ha terminado por convertirse en una aventura lectora que durará más allá de agosto. Empecé leyendo Misericordia, quizás la última obra maestra en el ciclo de las que él mismo llamó “novelas españolas contemporáneas”. El encargo lo saca a uno del cauce de sus prioridades voluntarias, incluso le fuerza a dejar en suspenso tareas que le importan más aún porque es uno mismo y nadie más quien se las ha impuesto. Pero precisamente en ese salirse de lo elegido y de lo previsto es donde el encargo revela a veces su virtud paradójica: impone un quiebro, un cambio brusco de rumbo, y por lo tanto lo deja a uno a merced de lo inesperado, que es el mejor camino para el descubrimiento.
Una novela valiosa no entrega desde el principio toda su complejidad y menos aún hace obvios sus mejores matices
Leí Misericordia con más atención y con cuaderno y lápiz porque me había encargado un ensayo largo precisamente sobre esa novela, y cuando llegué a la última página hice lo que debería hacer uno cuando le ha impresionado mucho un libro: regresar al principio y leerlo entero otra vez. Sólo así se aprende de verdad algo sobre cómo el libro está hecho; y se aprende también que no hay primera lectura que no sea distraída, y que una novela valiosa, como un poema o una pieza de música, no entrega desde el principio toda su complejidad y menos aún hace obvios sus mejores matices. En una novela, como en una sinfonía, es bueno ir sabiendo en qué dirección vamos, fijarse en lo que hay de anticipación en ciertos pormenores que la primera vez pasaron inadvertidos o parecieron casuales.
En rigor, la literatura o la música, el arte, son antídotos de este mundo aturdido del usar y tirar, de la avidez entre distraída y neurótica por lo nunca visto, lo inusitado que en el momento mismo de brillar ya está desvaneciéndose en el olvido. Lo valioso de verdad no se agota, ni se queda obsoleto. Tiene la persistencia ecológica de las cosas que duran gastándose y que se vuelven mejores cuanto más se usan; no porque sean refractarias al tiempo, y por lo tanto inertes, o inmóviles, sino porque navegan en el flujo del tiempo, de modo que son a la vez antiguas y contemporáneas, el reverso exacto del consumo, de su despilfarro, de su descuido cínico. Una novela, un poema, una canción, un cuadro, una película, cuando se han disfrutado muchas veces a lo largo de una vida y siguen irradiando belleza y verdad en el transcurso de las generaciones adquieren la nobleza práctica de una calle por la que la gente ha paseado desde hace décadas o siglos, siempre cambiando y siempre idéntica, o de una herramienta que ha ido variando en su uso, tan flexible y tan simple, que puede manejarla para fines diversos manos muy distintas.
(Esto suena a anacronismo. Pero estoy seguro de que se acercan tiempos más austeros y cambios de sensibilidad que volverán anacrónico y hasta inexplicable este sometimiento de ahora a la tontería de la moda, en el sentido más amplio de la palabra, incluyendo en ella las baratijas tecnológicas que están programadas para durar cada vez menos y pasar en unos meses de los escaparates de diseño a los muladares de basura tóxica en los países más pobres del mundo).
Encontró su veta más fértil conjugando la novedad de Dickens, Balzac, Flaubert y Zola con la tradición de Cervantes y el Lazarillo
Galdós publicó Misericordia en 1897. La novela, que discurre con ese fluir sinuoso que había alcanzado la perfección diez años antes en Fortunata y Jacinta, como un río muy ancho y como el delta de un río, tiene un final brusco, como sobrevenido, que desconcierta menos en la segunda lectura, sin que disminuya un sentimiento de parcial frustración. Por esa época, y ya muy desengañado políticamente, Galdós, en otros tiempos tan saludablemente anticlerical, se había dejado atraer por un cierto misticismo evangélico, quizás contagiado de Tolstói. Un personaje desgarrado y verdadero, Benina, la criada mendiga, pierde de pronto su espléndida terrenalidad para convertirse de manera apresurada en un símbolo.
Pero tal vez lo que hay en las últimas líneas de Misericordia es menos una capitulación que un derrumbe, el desfallecimiento de un novelista que llevaba nada menos que diecisiete años trabajando en un máximo de tensión creadora, inventando y escribiendo, año tras año, una tras otra, novelas de una riqueza y una ambición narrativa que no habían existido en español desde el Quijote y Persiles, y que estaban a la altura de las obras maestras europeas de las que se alimentaban y con las que aspiraban a medirse. En una de ellas, El doctor Centeno, un aspirante infortunado a escritor, Alejandro Miquis, siente que la obra teatral a la que está dispuesto a dedicar su vida es “como un trozo de cielo caído sobre la frente de un hombre”. Hacia 1880, con menos de cuarenta años, Galdós encontró de golpe, en el arranque de La desheredada, un mundo inagotable y entero y una manera completamente nueva de escribir. Las historias desbordarían sus novelas para enredarse y encadenarse a través de ellas. Los personajes circularían de unas a otras como en la Comedia humana de Balzac. La materia narrativa sería la vida misma que sucedía a su alrededor, que hasta entonces había más o menos eludido, no por falta de valor ni de voluntad, sino de herramientas expresivas. Había vuelto su imaginación al pasado anterior a su vida en las primeras series de los Episodios. Había inventado personajes que eran alegorías de sus preocupaciones políticas, y los había situado en espacios abstractos, ciudades de nombres alegóricos que tenían algo de los paisajes planos de la pintura primitiva.
En La desheredada estalló de una vez por todas el mundo de Galdós igual que estalló el mundo de Faulkner en The Sound and the Fury. Y sólo con la de Faulkner se compara su productividad infatigable durante más de quince años. Esas revelaciones suceden una sola vez en la vida de un novelista y se la cambian y se la colonizan para siempre. Madrid fue el territorio de Galdós como París el de Balzac o Londres el de Dickens. Sus ilusiones y sus desengaños progresistas, su escándalo ante la corrupción y la injusticia, su desaliento por las oportunidades desperdiciadas y los errores repetidos en el devenir del país, se entretejen en las vidas de los personajes con una soltura técnica tan consumada como la que no tenemos reparo en admirar en La educación sentimental. Galdós encontró la veta más fértil de su talento conjugando la novedad cosmopolita de Dickens, Balzac, Flaubert y Zola con la tradición de Cervantes y el Lazarillo.
Me acuerdo de Lázaro de Tormes leyendo el arranque de El doctor Centeno, con la tranquilidad golosa de tener entre manos una trilogía que vino después de La desheredada y un poco antes de Fortunata y Jacinta. Pero la lectura me trae también al presente porque en las primeras páginas de esa novela ya hay una queja amarga sobre el estado de la ciencia en España. Galdós es tan contemporáneo nuestro en su ciudadanía como en su literatura.
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