Callahan & Weston
Hay que ver las fotos de Edward Weston y de Harry Callahan en el Círculo de Bellas Artes de Madrid
Hay que apurar los últimos días de agosto para ver las fotos de Edward Weston y de Harry Callahan en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tan americanos y tan de su propia época, se vuelven contemporáneos nuestros y parecen encontrarse los dos en su sitio en esta ciudad de luz cegadora y dilatadas avenidas en los sábados y los domingos sin tráfico. Tan irreductible cada uno en la identidad de su talento, se alumbran el uno al otro al ver yuxtapuestas sus fotografías. Porque pertenecieron a generaciones sucesivas, entre los dos abarcan la mayor parte del siglo XX. Nacido en 1886, Edward Weston empezó a formarse cuando la fotografía aún buscaba su legitimidad como arte queriendo imitar los efectos de la pintura. Cuando Harry Callahan murió, con 87 años, en 1999, la irrupción de la tecnología digital estaba desbaratando ya todos los fundamentos estéticos y profesionales del oficio. Cámaras digitales y cámaras en los teléfonos y comunicaciones instantáneas han multiplicado nuestra exposición a un caudal incesante de imágenes fotográficas en su inmensa mayoría irrelevantes y triviales; después del gran vestíbulo en penumbra del Círculo de Bellas Artes, la llegada a la sala en la que están las fotos de Weston y Callahan nos impresiona, lo primero de todo, por su austeridad comparativa, por el equilibrio misterioso entre premeditación y azar que parece estar en el origen de cada una de ellas.
Los americanos pertenecen a un tiempo, muy lejano, en el que el disparo de la cámara era un acto definitivo
Ahora cualquiera, con un programa muy sencillo, puede manipular indefinidamente cualquier foto. Weston y Callahan pertenecen a un tiempo, de repente muy lejano, en el que el disparo de la cámara era un acto definitivo, una decisión irreparable. De esa condición técnica Edward Weston extrajo un principio estético: “Dado que el proceso de captación es instantáneo, y que la naturaleza de la imagen es tal que no puede sobrevivir a la manipulación correctora, es obvio que la foto definitiva debe haberse creado antes de la exposición de la película”. La foto sería, según él, una obra de arte que ya existe antes del momento mismo de la creación: un éxtasis de clarividencia anticipada; el artista parece no hacer otra cosa que señalar en silencio algo que por sí mismo y sin su mediación ya es memorable. En una página de sus diarios, en los primeros años veinte, Edward Weston cuenta en la misma secuencia un encuentro erótico con Tina Modotti y el retrato que está haciendo de ella. La aproximación del abrazo y la de la cámara son simultáneas.
Al poner juntos a Weston y a Callahan la comisaria o curadora Laura González-Flores resalta inevitablemente las resonancias mutuas entre los dos: la dedicación apasionada al desnudo femenino, la búsqueda de las correspondencias visuales entre las formas orgánicas, entre las líneas de un cuerpo tendido al sol y las de unas dunas, entre las curvas sensuales de un cuerpo y las de un pimiento reluciente y carnoso, el juego de desvergüenza y pudor en el retrato de la persona amada, que puede revelarlo todo y al mismo tiempo esconder su rostro, o dar la espalda a la cámara para medio esconderse en la penumbra.
Pero lo más estimulante de la comparación entre Weston y Callahan es que lleguen a resultados cercanos entre sí siendo cada uno en muchas cosas fundamentales la antítesis del otro. Edward Weston escribió millares de páginas sobre su vida, sus amores, sus viajes, sus ideas sobre la fotografía. A cualquier parte que viajaba el cuaderno del diario era una compañía tan invariable como la cámara. Harry Callahan no escribió casi nada. Dedicó mucho tiempo a dar clases, pero una de las pocas declaraciones que se le conocen es un testimonio de incertidumbre, incluso de estupor: “No puedo decir qué es lo que hace una fotografía. No puedo decirlo. Es misterioso”. Callahan probablemente hizo tantos desnudos como Edward Weston, pero todos ellos son de una sola mujer, la suya, Eleanor, a veces en compañía de su hija. La vida de Weston es una sucesión de mujeres invariablemente jóvenes, de pelo corto, delgadas a la manera gimnástica de los años veinte y treinta. A una amante a la que estaba a punto de dejar por otra le dijo que el aflujo de nuevas mujeres en su vida era “tan inevitable como las mareas”. A través de los años y de cada una de ellas parece que buscó un modelo único, una idea platónica y a la vez muy carnal de lo femenino.
Lo más estimulante de la comparación es que lleguen a resultados cercanos siendo cada uno la antítesis del otro
Harry Callahan, que nunca se separó de la suya, espiaba con la cámara la aparición de las diversas mujeres que hay en una sola mujer, las vidas distintas que se superponen y se suceden en una larga convivencia íntima. Vista de lejos, de espaldas, entrando en el agua quieta, en la oscuridad, esa mujer es una aparición, un espejismo del deseo. Pero luego su vientre enorme es una promesa de maternidad tan rotunda como una escultura primitiva, y ese mismo vientre a lo que más se parece, en una delicada rima visual, es al primer plano de la cabeza redonda del recién nacido.
Con uno o dos detalles anatómicos Edward Weston llena el espacio entero de una foto: una mujer se repliega sobre sí misma, se dobla, se abraza para caber entera en ella, y la cámara se le acerca tanto que nosotros casi la tocamos, nos inclinamos avaramente hacia concavidades y pliegues tan complicados como los del interior de una caracola. Una foto de Weston es una habitación cerrada y sin ventanas en la que no cabe nadie ni nada más que el artista y la modelo, los dos amantes y la cámara. En una de sus fotos más justamente celebradas, Callahan se asoma a una habitación iluminada a medias por el contraluz de una ventana, y en ella, de espaldas contra la pared, Eleanor, sus anchas caderas fáciles de reconocer, dormita quizás en el abandono y el calor de la siesta, mientras su hija se sube sobre ella importunándola, con esa impaciencia de los niños hacia el reposo incomprensible de sus padres.
Quizás por reacción contra las evanescencias de lo que se consideraba artístico en la fotografía cuando él empezaba, Edward Weston tiende a modular los volúmenes a la manera rotunda de un escultor. Hasta cuando hizo fotos de nubes y de columnas de humo saliendo de chimeneas industriales les impuso una consistencia tangible. “Nubes, torsos, conchas, pimientos, árboles, chorros de humo, son partes independientes e interconectadas de un todo, que es la vida”. Un inodoro común en un retrete de México tenía para él la solidez resplandeciente de una estatua clásica. Hacia donde deriva Harry Callahan es hacia el dibujo. Nadie ha visto como él las ramas de un árbol contra un cielo bajo de invierno, el garabato de caligrafía china de una mata de hierba seca en la nieve. Y tuvo quizás más agudeza todavía que Weston para atrapar esas metáforas que son, en fotografía como en literatura, el hallazgo de correspondencias exactas y súbitas: las tres briznas en lo alto de un solo tallo de hierba seca son el dibujo de unos muslos apretados y un pubis; el vello púbico al final de la línea de dos muslos juntos es una amapola.
Él, ella, ello. Diálogos entre Edward Weston y Harry Callahan. Círculo de Bellas Artes. Madrid. Hasta el 1 de septiembre.
Babelia
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