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DON LUIS, EL FANTASMA DE GÉNOVA / 20

“A mi churri, de su Ignacio”

Cuando Cospedal entró en su despacho y se encontró con aquello, solo acertó a gritar como Janet Leigh, en Psicosis

José María Izquierdo
Fernando Vicente

Decidí acelerar mi plan de formación, que el corpóreo ya iba a toda velocidad, metido de lleno en los juicios y los abogados. Tenía que cumplir, como fuera, mi parte del plan. Lo primero, mudanza de elementos físicos de tamaño variado, lección 14, apartado 32 de El buen fantasma,un prontuario que tenemos en la fantasmagoría y que ya estaba hecho un asco, porque pasaba de mano en mano, que por muy espectrales que seamos ya se imaginan ustedes cómo estaba después de tantos siglos, que a algunos el trance de paso nos pilla con el abrigo, como a mí, pero a otros con el bocadillo de sardinas en la mano. Carlos Barral se ofreció para hacer una edición nueva, con portada de Daniel Gil, pero mientras…

Esa misma noche empecé por cambiar las cosas de la mesa de la Cospe de un sitio a otro. O sea, la foto con la dedicatoria “A mi churri, de su Ignacio” —que tendrá mucha pasta, pero vaya dedicatoria, el tío— la pasaba donde las carpetas de asuntos pendientes, y las carpetas de asuntos pendientes donde el calendario de “Sufi, mimamos sus basuras”, y el calendario donde el bote de bolígrafos en el que ponía “Recuerdo del Corpus Christi”. Los bolis se me cayeron una vez, pero a la hora el procedimiento ya lo tenía dominado, que parece que había nacido para esto, que se me daba tan bien como la cosa del heliesquí. No sé, por cierto, si les he hablado de esa nieve virgen, solo quebrantada por mis esquíes Dynastar…

Volví a la dura realidad: adelante Luis, ya estás cerca de la meta y el corpóreo estará encantado.

Es que parece que le invoco…

—Vaya bronca con el abogado, Luis. Solo te llamo para desahogarme. Pues no le pido al tío una corbata para declarar, que iba como un zarrapastroso, con todo el cuello abierto, como si fuera a cantar una rumbita, tal que Los Chichos, y el tío va y me ofrece una con corazoncitos…

—Esta me la ha dado Ágata especialmente para ti, Luis, y te he traído también estos tirantes a juego que me ha dado el propio Pedro José, que me ha dicho que él los llevaba puestos cuando el Watergate…

Le he dicho que la corbata, y los tirantes, se los pusiera él mismo, que a ver quién se ha creído que era yo. Es más, les pregunté a los 28 abogados que estaban apretujados en la sala.

—A ver, ¿alguno de ustedes se pondría esto?

—¡¡¡No, de ninguna manera, qué horror!!!, gritaron todos como un solo letrado…

—Tranquilo, Luis —le dije, y justo me callé cuando le iba a decir eso de sé fuerte, que le sienta fatal.

Se puso muy contento cuando le conté que ya movía cosas.

—Dale, Luis, dale, que ya estamos a punto… —me dijo el corpóreo antes de cortar.

Volví a mis clases, que María Montessori quería que siguiera su método, y ya le dije: ¿Frank Nitti siguió algún método para sus cosas? Entonces…

Así que me lié los trastos a la cabeza y ya metidos en faena organicé el zafarrancho. Puse el sofá boca abajo y encima las sillas. Coloqué los archivadores encima de la mesa y dejé la mesita para el café colgada de la lámpara. Tuve que quitar un libro enorme que había sobre el cristal, Mantillas de España, que lo puse encima de los archivadores que había subido encima de la mesa. El espectáculo, la verdad, era extraordinario. Como para dar un infarto a cualquiera.

Y eso intenté, que a la mañana siguiente, cuando Cospedal entró en su despacho y se encontró con aquello, solo acertó a gritar como Janet Leigh, en Psicosis, que fíjense qué casualidad el otro día vino a verme Alfred Hitchcock, que me propuso un guion para mantener el suspense. Muy agradable, este Alfred, más bajito de lo que yo creía...

Cerró la puerta la secretaria general y enseguida se acumuló la gente a su alrededor.

—El despacho, el despacho —solo atinaba a decir la pobre, que encima la estaban dejando sin respirar por las muchas atenciones de tanto pelota.

—Dolores, por Dios, Dolores, ¿un poquito de agua?...

—Siéntate…

—Acuéstate…

Con mucho cuidado, el segurata abrió la puerta. Cospedal aguantó la respiración y…

—Yo no veo nada raro, señora, ¿qué pasaba?

El golpe me había salido bordado, que estaba yo bien orgulloso, que en un minuto, y a golpe de mirada, había vuelto a colocar todos los muebles en su sitio. Incluso el “A mi churri, de su Ignacio” lucía incólume encima de la mesa, justo donde había estado siempre. Tardó Dolores en serenarse, que no entendía qué podía haber pasado, porque ella estaba segura…

Esperanza, que estaba en la primera planta, subió corriendo.

—Por Dios, Lolita, qué susto me has dado…

—¡¡¡Te he dicho mil veces que no me llames Lolita, Esperanza!!!

—Hay que ver cómo te pones, Lolita…

Floriano y Pons hablaban en voz baja en la puerta.

—No sé yo si la pobre va a aguantar tanta presión, que lo mismo tenemos que hablar con Mariano…

Pero todavía me faltaba algo, que ya saben ustedes que a mí me gustan las cosas a lo grande, que si uno se va por ahí se va a Canadá. O Armenia. Por ejemplo.

Esa noche ensayé una idea que se me había ocurrido a lo largo del día…

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