Magia okupa en la fábrica de metralletas
Un profesor de Filosofía reconvierte una factoría deseada por inmobiliarias en un activo centro cultural en Lisboa
Pasen y vean la extraña historia de un profesor de Filosofía pura, con aire de Javier Krahe aunque más gordo, devoto de Nietzsche y troskista de los de entonces, que ha acabado, por azares del destino majareta y de Lisboa y sus cosas, al frente del espacio cultural más alternativo de la ciudad. También de cómo un experto en Gilles Deleuze sin mucha experiencia con el taladro transformó, en siete días, como Dios (la frase es de él), las mastodónticas y hermosas dependencias administrativas de una vieja y abandonada fábrica de metralletas en un conjunto de locales de conciertos, de bares, de talleres de danza maorí o meditación budista, de cines de películas raras o menos raras o de salas de exposiciones que acogen, por ejemplo, colecciones de Barbies fetichistas. También de la sala de jazz con el piano de sonido más puro de todo Lisboa, según los músicos que lo disfrutan. También de una librería inagotable.
Todo esto, además, ilegalmente, como un okupa, gracias a una licencia municipal provisional de puesto callejero que habilita solo para servir sardinas y cervezas durante la semana de fiestas populares de Santo António.
El profesor se llama Nuno Nabais y la fábrica, Braço de Prata. Se encuentra en una zona medio abandonada de la ciudad, llena de factorías que se deshacen y de calles portuarias y vacías que dan a la ribera del Tajo más salvaje, entre las moderneces de la Expo 98 y la vieja estación de trenes de Santa Apolónia. Un resumen decadente de la ya de por sí decadente Lisboa. Quiten decadente y pongan encantadora y también vale.
El nombre procede de un militar, propietario de los terrenos en el siglo XVIII, que llevaba una prótesis de plata en vez de brazo derecho, volatilizado en alguna desgracia castrense. La fábrica cuenta con dos plantas, vestíbulos de suelos ajedrezados, una escalinata de otra época y un patio del tamaño de un aparcamiento de hipermercado de Wisconsin en el que Nabais, siempre atento, instaló, hace tiempo, una auténtica carpa de circo que resistió a la intemperie dos años antes de pudrirse.
La producción de armas comenzó a principios del siglo XX. Los talleres de la fábrica Braço de Prata habilitados alrededor del edificio administrativo llegaron a albergar, en algunas épocas, cerca de 12.000 obreros. Algunas veces, en un régimen de terror. Esto último lo sabe Nabais porque hay tardes en que se acercan por ahí viejos obreros que le cuentan que los operarios díscolos durante el régimen siniestro de Salazar desparecían sin ser vistos nunca jamás. En 1990 se cerraron definitivamente todos los edificios. Mientras, la ciudad crecía hacia el este, impulsada por el estirón urbanístico de la Expo. Los tiburones inmobiliarios olfatearon pronto el dinero. La inmobiliaria Obriverca concibió una urbanización exclusiva diseñada por el mismísimo Renzo Piano. Corrían buenos tiempos. Los números eran mareantes: 20.000 pisos de cerca de un millón de euros levantados en lugar de los talleres, ya demolidos. El edificio administrativo, parcialmente protegido por su diseño arquitectónico, y el patio, a cambio de la recalificación correspondiente, quedarían en manos del Ayuntamiento. Pero la crisis paralizó el proyecto en 2007. Y así sigue.
La futurista urbanización de ensueño es ahora un enorme agujero del tamaño de una laguna lleno de agua salobre al lado de un inmenso esqueleto de vigas, hierros y cemento que sirve de metáfora viva del Portugal contemporáneo de la troika. Desde las ventanas de las salas de exposiciones se ve la melancólica laguna y en verano se oyen las ranas.
Fue en 2007, aprovechando el parón urbanístico, cuando Nabais, algo harto de su trabajo de profesor, con experiencia en gestionar librerías alternativas de éxito y dispuesto a dinamizar culturalmente la ciudad, llegó a un sorprendente acuerdo con la inmobiliaria, ya mordida por las deudas: el profesor se comprometía a hacerse cargo del mantenimiento del edificio sin pagar un euro de alquiler, como un okupa consentido.
A cambio, dejó por escrito que se largaría en menos de un mes si las obras de los pisos proyectados al otro lado de la carretera, en los terrenos de los antiguos talleres, se volvían a poner en marcha. Llamó a una cincuentena de antiguos alumnos suyos manitas de Filosofía y apeló a sus amigos arquitectos para que colaboraran. En esos siete días frenéticos parecidos al Génesis supieron devolverle la vida a la vieja fábrica. La esquelética licencia de las sardinas y la certeza algo suicida de Nabais de que si uno hace una buena cosa aunque sea ilegal eso tira para adelante hicieron el resto y la fábrica Braço de Prata colocó ese rincón muerto de la adormecida Lisboa en la modernidad.
Han pasado cinco años, más de 400 exposiciones y centenares de conciertos desde entonces. Entre medias, la inmobiliaria quebró y la fábrica y los terrenos edificables pasaron a pertenecer a un banco que de vez en cuando envía hipotéticos compradores chinos, angoleños o norteamericanos que llegan, observan, miden y luego se largan mientras Nuno Nabais los mira de reojo sentado a la fresca en el patio de la carpa de circo. De vez en cuando, también llegan inspectores de sanidad y ponen multas por servir bebidas sin la licencia pertinente que Nabais paga con una resignación fatalista digna de algún filósofo de primero de carrera. “Desventajas de ser ilegal”, explica.
Nabais, que en este tiempo dejó de publicar libros, se volvió a casar con una mujer joven, tuvo una hija 10 años menor que su nieta, asegura que hacerse cargo de ese edificio inmenso es, simplemente, un gesto filosófico. Hubo noches gloriosas en las que la fábrica Braço de Prata reunió a cerca de 800 personas. Los músicos se llevan lo recaudado de las entradas (cinco euros por cabeza) y se lo reparten escrupulosamente, según las reglas indiscutibles de Nabais. Lo bueno es que no pagan IVA. “Ventajas de ser ilegal”, dice. Empezó él gestionándolo todo. Ahora ya son 12 empleados. Asegura que el alcalde de Lisboa, el socialista António Costa, le anima a resistir, a pesar de la ilegalidad, los inspectores y las amenazas sordas de los compradores de los maletines. Algo me dice que, además, le ayuda el mismísimo Santo António, el dueño de la licencia de matute y las sardinas, el patrón de esta ciudad-paradoja llamada Lisboa.
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