El arte de esperar ante un lienzo en blanco
La pintora alicantina Verónica Ruiz se mueve por encargos que retratan vestigios de su zona En cuanto puede deja entrever su lado más íntimo y oscuro, algo que no siempre se entiende
Tiene localizadas casi todas las pinturas que ha vendido. Cuando regresa a su Orihuela natal, a Verónica Ruiz le gusta pasear y admirar de nuevo, cuando puede, sus cuadros desde la calle. O tocar el timbre del comprador conocido y volver a plantarse durante unos minutos delante de su creación. “Una obra de arte, si no la vuelves a ver, se pasa”, se lamenta la artista, incapaz de ocultar su apego por sus pinturas. Aunque gran parte de su obra haya nacido de encargos de clientes.
A Verónica Ruiz (Orihuela, Alicante, 1984) no le incomoda que sea así. “Es un reto”, asegura. “En Orihuela siempre hubo tradición de compra de cuadros de monumentos de la zona”. Muchos querían ver cosas que ya no existen, edificios e iglesias que se han echado a perder y que la pintora plasme un recuerdo que no siempre es suyo. “Y eso siempre es difícil”.
Por ello, Verónica Ruiz concibe estos trabajos como procesos de aprendizaje, en absoluto ingratos. Algo debió aprender en la facultad de Bellas Artes de Valencia: “Te adaptas a lo que demanda el profesor de turno; y eso es bueno, te permite ser camaleónico”. En ningún caso, por inverosímil que sea el encargo, llega a aburrirse, aunque en ocasiones tenga que recurrir a trucos de artista. “Me piden de todo, muchos son clientes que ya conoce mi obra de exposiciones en la zona”, asegura. “Por ejemplo, una vez me encargaron un paisaje puntillista, algo que no me gusta tanto. Pero le di la vuelta de alguna manera y me lo pasé mejor. Lo que hice fue jugar más con los colores, no tanto con la pincelada”.
Que sus cuadros nazcan con vistas a una venta posterior no significa que la artista se implique menos. Ni que deje de aflorar su particular punto de vista y su estilo –que ella misma define como clásico–. Si le piden, pongamos, una bucólica estampa del paisaje del entorno, ella responde a su manera, convirtiendo los troncos de los limoneros en huesos de manos envejecidas.
Un punto de vista, que no siempre se entiende. Cuando aflora su lado más íntimo, más abstracto, algunos de sus potenciales compradores muestran recelo. “Hay gente que me dice que le da miedo”, asegura. “Mi otra faceta es así, más oscura. Es una obra que voy guardando para mí: hay mucho de personal”.
Cree que en España es difícil encontrar a aficionados que aprecien las experiencias artísticas. “En educación no se incide en valorar y disfrutar el arte en general. Y hay poca inversión, si se compara con otros países donde hay más sensibilidad”. Por eso opositó y está a la espera en Barcelona de obtener plaza para impartir clases de dibujo. “Y aportar lo que mis profesores me enseñaron a mí”.
Ellos le inculcaron su gusto por lo artesano, el valor de un oficio que requiere su tiempo. La artista ve algo mágico en el proceso: le gusta dejar el lienzo en blanco, ser paciente y esperar, hasta que la imagen surge como de la nada. “Es curioso, porque de mi promoción en Valencia, una universidad con oferta en muchas disciplinas, casi todos coincidíamos en la pintura en caballete. Es algo así como una nueva vanguardia: recuperar la artesanía, la tradición”. Ha sido así durante siglos y lo seguirá haciendo mientras sienta la urgencia de plasmar lo que ve a diario. “Es una necesidad. Y sabes que vas a morir con ella”.
Babelia
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