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El Puerto de Santa María

Pérez Mota, la oportunidad perdida

La corrida de Zalduendo cumplió a la perfección con los cánones del toro moderno: justa de hechuras, sosa, noblota, descastada y con las fuerzas cogidas con alfileres

Antonio Lorca
El diestro Castella, en una imagen de archivo.
El diestro Castella, en una imagen de archivo.Cristóbal Manuel

La corrida de Zalduendo no fue nada del otro mundo; mejor dicho, cumplió a la perfección con los cánones del toro moderno: justa de hechuras, sosa, noblota, descastada y con las fuerzas cogidas con alfileres. En consecuencia, el festejo transcurrió por la pendiente del aburrimiento, porque las figuras del cartel no supieron sobreponerse a las condiciones de sus oponentes. Es más, dio la impresión de que tampoco era necesario porque el público -el de esta plaza y el de casi todas- ha perdido ya todo sentido de la exigencia y solo desea que un muletazo salga medianamente limpio y que el toro muera pronto, -de la forma que sea, pero que muera con rapidez-, para pedir las orejas con un interés desmedido.

Ayer, por ejemplo, con los tendidos muy claros, hicieron el paseíllo dos toreros de postín, Ponce y Castella, y un chaval con aspiraciones, Pérez Mota, que entró en sustitución del anunciado Perera, que presentó un parte médico a causa de una supuesta lumbalgia.

Zalduendo/Ponce, Castella, Mota

Toros de Zalduendo, justos de presentación, cumplidores en los caballos, a excepción del cuarto; sosos, nobles y con poca clase.

Enrique Ponce: pinchazo y casi entera (ovación); casi entera (ovación).

Sebastián Castella: estocada caída (oreja); pinchazo, estocada _aviso_ (oreja).

Pérez Mota: pinchazo, media _aviso_ y dos descabellos (ovación); dos pinchazos _aviso_, tres pinchazos y dos descabellos (ovación).

Plaza de El Puerto de Santa María. 11 de agosto. Algo menos de media entrada.

Decepcionaron dolorosamente las figuras, a pesar de que Castella consiguiera dos orejas de bisutería barata y no pusiera objeción alguna a salir a hombros. Y con la excepción del triste paso de la pareja más conocida, la verdad es que hubo algunos pasajes de alto interés. Anótense, por ejemplo, los extraordinarios pares de banderillas de Javier Ambel al segundo de la tarde, al que le siguió su compañero Vicente Herrera, y, en el tercero, Agustín González. El público, que también sabe captar lo bueno, los aplaudió con la fuera merecida.

Y otro detalle importante: el sentido del temple, la donosura, las maneras y el buen gusto de Pérez Mota, que exprimió la quedada y noble embestida del tercero, con muletazos muy lentos, aunque a todo el conjunto le faltó la emoción de la codicia de la que careció el toro. Y se esmeró ante el sexto, quizá el de más noble embestida. Como ya hiciera en su primero, Mota lo recibió con unas verónicas cargadas de aroma, y, muleta en mano, dibujó una faena de menos a más que alcanzó su cénit en dos tandas de largos y hondos naturales que llegaron a las entrañas de todos los asistentes. Tiene madera, o, al menos, así lo parece, de torero de sentimiento, con conocimiento, sentido de las distancias y los terrenos y personalidad de artista. Pero, ay, nadie es perfecto, y Pérez Mota lo desdibujó todo con un pésimo manejo de los aceros. Fue la suya una magnífica oportunidad perdida.

Caso aparte es el que componen Ponce y Castella. No es que sus toros fueran para tirar cohetes, no; pero ambos compitieron a la hora de aburrir al personal. Muchos pases, demasiados, soso acompañamiento, ausencia de mando y la emoción perdida. No es fácil torear más despegado que lo hizo Ponce, ni echar más ‘la pata atrás’ cuando veroniqueaba al cuarto, y no exponer más allá de lo que aconseja el recato. En fin, que pasó sin pena ni gloria, que cubrió el expediente y se fue sin decir ni pío. Y lo más grave es que transmite la imagen de un torero sin expresión en el rostro, como actor de un tiempo pasado.

Y su compañero Castella se armó de valor, condición que le sobra, y se lució al inicio de faena a su primero en cuatro estatuarios verdaderamente emocionantes; quieta la planta, en un alarde de seguridad y firmeza. Pero ahí acabó todo. El resto de su actuación fue un sinfín de pases insulsos que en ningún momento compusieron la sinfonía que se espera de una primera figura. Le concedieron una oreja en cada toro y salió a hombros, una prueba más del generoso desconocimiento de los asistentes. Él, mejor que nadie, sabe que solo la voluntad no vale.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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