El gran div@ Rufus Wainwright
El cantante celebra sus 40 años en el Teatro Real de madrid con su ópera ‘Prima donna’ y un recital
Fue un regalo de doble sentido el que se abrió anoche en el Teatro Real. Rufus Wainwright recibía su tarta de 40 cumpleaños por parte de las cantantes Kathryn Guthrie y Janis Kelly, que interpretaron extractos de su ópera Prima Donna, y él devolvía el detalle con gusto y aire festivo al público que llenó el patio de butacas.
Rufus lo vivió emocionado, sentido y simpático. Encima del escenario y entre la audiencia. Fue una sorpresa para muchos verle aparecer cinco minutos antes, embotado en un impecable traje negro, flequillo acoplado en su frente de eterno chavalillo juguetón y camisa blanca. Desde la fila 10 saludó uno por uno a sus amigos de la fila 11 y después se prestó para hacerse fotos y más fotos antes de que la orquesta titular del Real abriera la noche al compás que marcaba la mano del director Johannes Debus.
Sorprendente concepción la de esta ópera que quiere ser un descarado homenaje al divismo de antes. Una resurrección rendida de las estelas inmortales que dejaron en él figuras como la de Maria Callas. Dice Wainwright que se trata de una artista irrepetible, que no existió nadie como ella antes, ni que se repetirá semejante fenómeno jamás. Por su audacia, su riesgo, por su tragedia…
Para bien o para mal, porque si la temática de Prima Donna encierra nostalgias de otras épocas superadas en el propio mundo de la ópera y envidiadas o descaradamente copiadas hoy —no siempre para bien— en otros territorios como los del pop, la música creada por Wainwright en su variedad de referencias, llama la atención.
Si las decepcionantes oberturas nos hacen en un primer momento sospechar que la cosa no irá más allá de una tentativa a lo Bastián y Bastiana, aquella ópera infantil que Mozart compuso en su adolescencia, la muestra de arias que nos dejó mostraron un gusto esmerado y una más que decente vergüenza torera por parte del artista en esta incursión dentro del género que admira.
No parece que vaya a quedar en mero capricho o intrusismo su viaje a la ópera. Demuestra inquietud y aplica lo que mejor sabe aportar: un inteligentemente medido eclecticismo. Los colores de la orquesta se esmeraban en bañar la sala de aromas que nos retrotraían al mundo de Strauss y Debussy. La cuerda atrapaba con el embrujo oscuro de las pesadillas a las que se enfrenta Régine Saint Laurent, al tiempo que un uso irónico, suntuoso y elegante de la percusión sorprendía y enriquecía un curioso discurso musical de esmerado becario con posibilidades de llegar en el futuro a demostrar algo con personalidad.
No llegaban los ecos de Verdi, pese a que Wainwright se reivindica esencialmente verdiano. Pero sí su admiración por la ópera francesa, las brillantes y fascinantes huellas straussianas y la inquietante atmósfera de un compositor como Janacek.
Ese fue el aperitivo. Lo que su público esperaba era la segunda parte. No defraudó en la entrada. Con mantón de manila, flor en el pelo y un abanico rojo apareció dispuesto a disfrutar de la noche acompañado de una orquesta cómplice y divertida, en su versión más flexible y desenfadada, encantada de seguirle en su repertorio popero, cabaretero, sentimental —incluso el “deprimente”, como él avisó antes de meterse en esa joya que es This love affair—, en su homenaje al teatro musical, en los ecos de Broadway, e incluso en su conveniente capricho de adentrarse en las garras de Héctor Berlioz, cosa que hizo sin perder un ápice de su estilo —el de Wainwright, no el de Berlioz— con un repaso a Les nuits d’été.
Entre un homenaje al Cosi fan tutte y Rodgers y Hammerstein transcurría la noche —If I loved you, cantada junto a Guthrie y el trío Soave sia il vento al que se agregó Kelly con Wainright haciendo las veces de barítono— para escándalo de puristas y aplausos de los fans antes de cerrar la noche entre vítores con la caricia raveliana de Oh what a world. Bises hubo. Con su hermana Martha, que actúa hoy en el Teatro Reina Victoria, un emocionante Hallelujah de Cohen y tarta de cumpleaños feliz, y el colofón, solo al piano, de ese ajuste de cuentas personal con lo más pacato de EE UU titulado I’m going to a town. ¡Happy birthday, majete!
Babelia
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