Tranvía de regreso
Aquel verano de 1956, había docenas de prostitutas que por un duro dejaban que el cliente manoseara cualquier parte de su cuerpo
VALENCIA. 1956. Aquel domingo de verano el tranvía azul con jardinera que llevaba a la playa de la Malvarrosa iba cargado de gente que todo lo que esperaba de la vida era el regalo de pasar un día en el mar. Mientras el tranvía se alejaba junto al pretil del Turia hacia la avenida del Puerto iba dejando atrás un sonido de tambores y trompetas de una parada militar, que se celebraba junto al puente del Real, en la plaza de Capitanía. Sobre la alegre campana del tranvía y las voces felices de los pasajeros se imponía el eco de un vozarrón oscuro, que a través del megáfono repetía una y otra vez las consignas patrióticas a una formación de soldados y falangistas. La brisa traía hacía el tranvía las palabras gangosas: victoria, caudillo, enemigos, España, comunismo. Pero muy poco después a esta soflama se impuso la línea azul del mar con el olor a alga y en la arena de la Malvarrosa se abrieron las sandías.
Aquel verano de 1956, cuando de noche el tranvía regresaba de la playa, repleto de hombres silenciosos, madres cansadas de gritar, chavales y niños aún ruidosos, todos con la piel abrasada, los ojos y labios inflamados por la sal, bajo el puente de Aragón había docenas de prostitutas que por un duro dejaban que el cliente manoseara cualquier parte de su cuerpo mientras durara la llama de una cerilla que ellas mantenían en alto. Parecían luciérnagas. En las charcas de agua dormida en el viejo cauce del Turia croaban las ranas dando coro a este amor. Desde las norias y tiovivos de la feria de julio en la Alameda la brisa traía la canción ay Lilí, ay Lilí, ay Lo, junto a un fragor de garrapiñadas. Contra la represión política de la dictadura aún quedaba la libertad del mar, pero en otoño del año siguiente, el 14 de octubre, una gran riada se llevó todo aquel mundo por delante hasta el fondo de la memoria con más de 400 muertos. Los placeres prohibidos, el trampolín de la piscina de las Arenas, el bañador de algodón con cordoncillo, las niñas del Loreto, la facultad de Derecho, el amor en la última fila de los cines con olor a pachulí, los primeros ginfizz, las revistas de Gracia Imperio en el teatro Ruzafa.
VALENCIA, 2006. Si medio siglo después los pasajeros de aquel tranvía hubieran deseado repetir el viaje a la Malvarrosa, habrían encontrado Valencia cortada al tráfico y en el aire tórrido del verano habrían observado que la arenga militar, los tambores y trompetas, habían sido sustituidos por una inmensa plegaria religiosa que se elevaba a coro con mil decibelios a la atmósfera desde el puente de Monteolivete. Allí se había montado a pleno sol un tinglado que no desmerecía al de los Rolling Stones, y unos cientos de miles de fieles perfumados con sudor de colonia e incienso elevaban loas al Señor junto a un apabullante engendro arquitectónico semejante al esqueleto de un inmenso dinosaurio con las vértebras, la espina dorsal y el cráneo a la intemperie, la Ciudad de las Artes, toda de cemento blanco, a modo de cómic galáctico fallero, creado con brutal despilfarro por el arquitecto Calatrava, que también había levantado un puente nuevo de diseño espacial. Sobre este sueño de espuma manierista enloquecida ahora el Papa Ratzinger se movía dentro de un tinglado climatizado artificialmente por seis potentes cañones de aire acondicionado que regalaban al pontífice un clima semejante al de un centro comercial donde decenas de cardenales y obispos formaban un gran estofado litúrgico.
Era el ocho de julio. Unos días antes en Valencia se había producido la tragedia del suburbano en la estación de Jesús, pero habiendo enterrado precipitadamente a las 53 víctimas mortales con cuatro golpes de hisopo, como si no hubiera pasado nada, sobre el tinglado del puente de Monteolivete los Reyes, el presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero, el jefe de la oposición Mariano Rajoy, el presidente Camps, la alcaldesa Rita Barberá, toda suerte de políticos menores, beatos y agnósticos, se extasiaban de incienso, la marihuana de los santos, mientras unas ratas de alcantarilla, que respondían a la denominación de origen, la trama Gürtel, se estaban hinchando a placer detrás de las bambalinas. El papa bendecía a la multitud, exaltaba el modelo de familia cristiana, cantaba a la vida y en los sótanos de ese escenario fantasmagórico compuesto por 700 toneladas de piezas metálicas, las ratas de Gürtel cargaban el dinero con pala.
De regreso de la playa los pasajeros de aquel tranvía de la Malvarrosa detenido ante este altar galáctico ya de noche, en el viejo cauce del Turia, no oirían croar a las ranas ni verían a prostitutas nocturnas que iluminaban con una cerilla un amor, a duro el éxtasis. Ahora en el cauce del Turia miles de jóvenes cristianos rezaban con una vela encendida en la mano, y también parecían luciérnagas, otros tocaban la guitarra y cantaban canciones de Viva la Gente o dormían con la mochila de cabezal. A la mañana siguiente el sol iluminó el cauce sembrado de preservativos, latas de cocacolas y retratos del Papa.
Babelia
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