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Política de bajos fondos para el ballet en el Bolshói

La supuesta y necesaria democratización ha arrasado también con la disciplina, lo que lo acerca todo más a un cisma de descomposición que a una nueva y promisoria era

Vista interior del Teatro Bolshoi de Moscú.
Vista interior del Teatro Bolshoi de Moscú. Xinhua/Li Yong (Cordon)

La figura de los directores generales en los teatros rusos es lo más parecido a la de los llamados sobreintendentes de los grandes teatros occidentales que poseen conjuntos propios de ópera y ballet, como son la Ópera de París, el Covent Garden y los antiguamente llamados Entes líricos italianos, Milán, Roma y Nápoles a la cabeza. Los directores deben ser hábiles burócratas todopoderosos y necesitan un entrenamiento parecido al de los pilotos de avión para las tormentas. Es un puesto donde no se hacen amigos. Debe atenderse, además, a la particularidad de que, desde la Rusia zarista, después en la etapa soviética y de nuevo en la Rusia contemporánea, los directores son parte del poder político. Los designa el Estado. Son cargos de confianza y frecuentemente no provienen de la propia esfera profesional del teatro lírico y mucho menos del ballet. En el siglo XIX y hasta la revolución bolchevique de 1917 abundaron los condes, barones y hasta algún mariscal. Después los nombró directamente el partido comunista. El gran ballet siempre, en todas partes, es político.

 Anatoli Iksánov, destituido por el ministro de Cultura, protagonizó y campeó verdaderas borrascas. Su sustituto, Vladímir Urin, es un hombre moderno y conciliador, fogueado en torear al teatro (clásico y de vanguardia en la misma cesta) que tiene a su haber ser el primero que vió en Serguei Filin dotes de director, y lo llevó a la silla rectora de la compañía de ballet del teatro Stanislavski Nemeróvich-Dánchenko, donde Filin ya bocetó sus ideas también renovadoras en cuanto a concepto de agrupación, enfoque estético del repertorio y apertura a bailarines y coreógrafos no rusos. Cuando todo eso iba miel sobre hojuelas, Iksánov arrebató a Filin del teatro de Urin y lo colocó al frente del ballet del Bolshói. Con Filin llegó a la plantilla por primera vez en la historia un bailarín norteamericano: David Hallberg. En esta senda de apertura, el Teatro Mariinski de San Petersburgo fichó en 2010 al británico Xander Parish; con ellos caía uno de los mitos más severamente custodiados y alimentados desde dentro: rusos y solo rusos. Tampoco aceptó Filin presiones en la elaboración de los elencos y pidió a las figuras, que gozaban ya de una cierta libertad, más dedicación a la casa madre. Iksánov lo apoyó sin fisuras. Ahora se sabe por fin que Filin está prácticamente ciego por el ataque con ácido. Urin ha sido además últimamente citado en los periódicos rusos por haber sido el artífice del regreso al redil del ballet ruso del ucraniano Sergui Polunin. Ya en algunos medios moscovitas se aventura con que Polunin entrará en el Bolshoi. Ya lo pisó el mes pasado en los premios Benois bailando con Tamara Rojo.

Pero la verdad es que esa guerra interna es anterior a la llegada de Filin al puesto directivo. Batallas siempre ha habido en Moscú, algunas más sonadas que otras; a veces incluso usando los dardos del silencio. Ya Maya Plisetskaia en sus memorias habla de este volcán interno que fuera viste columnas nobles y rocallas doradas. Maya, luchadora nata de origen judío, fue una de las primeras en contarlo desde dentro. Nunca emigró y el Bolshói siempre fue (es) su hogar de arte. Las primeras bailarinas siempre han jugado roles decisivos dentro y fuera de la escena. No siempre mandan ellas. A veces han sido las víctimas.

La salida de Iksánov ha estado pautada por el sonado plante de una de estas “prima ballerina”: Svetlana Zajarova, originaria de San Petersburgo (como tantas otras en la historia del ballet ruso, desde la histórica Galina Ulanova a la actual Eugenia Obrátzova) que se negó a bailar en el estreno de Oneguin porque no le gustaba el reparto que la debía acompañar en el protagónico de Tatiana. Lo nunca visto. Lo que faltaba. Llueve, truene o relampaguee, la función y el escenario son sagrados para el artista. Resulta desconcertante que la bailarina, que además es miembro de la Duma (parlamento) estatal por su militancia en el partido Rusia Unida, usara su arte como arma arrojadiza contra un administrador para muchos, ya sentenciado desde antes, cuando no le renovó el contrato al georgiano Nikolai Tsiskaridze, amigo personal de Vladimir Putin. La política rige cualquier movimiento del arte por elevado que parezca en su naturaleza poética. La supuesta y necesaria democratización ha arrasado también con la disciplina, lo que lo acerca todo más a un cisma de descomposición que a una nueva y promisoria era.

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