Rafael Marquina, diseñador de la estirpe de los inventores
Desarrolló una idea del diseño responsable: el arte debía ser útil, los productos tenían que solucionar problemas
Cuando algo funciona, desaparece, dejamos de verlo, se convierte en un objeto cotidiano anónimo, no necesita ni tener nombre ni evocar a su autor. Ese es, paradójicamente, el mayor triunfo del diseño. Y Rafael Marquina, fallecido el jueves a los 92 años, disfrutó de ese éxito. También lo padeció: al contrario que para una empresa, para un individuo es muy difícil defender un invento; también es complicado trabajar después de cuajar una obra maestra.
La historia del diseño industrial español está, sin embargo, salpicada de esos diseños-idea que reflejan más cercanía a las necesidades de los usuarios que a cualquier cálculo empresarial. Entre los más brillantes productos-invento, entre el palillo, la fregona o —como diría Oscar Tusquets— la aceituna rellena, las aceiteras antigoteo (1960) de Rafael Marquina forman a la vez parte de esa historia y de la vida cotidiana. Medio siglo después de idearlas, y de conseguir con ellas el Delta de Oro al mejor diseño industrial, los recipientes se siguen produciendo y, lejos de haberse convertido en una pieza de museo, continúan sin nombre sobre los manteles de millares de casas y restaurantes. Es difícil superar el triunfo sereno e indiscutible que ofrece la cotidianidad. El diseñador catalán nacido en Madrid firmó las aceiteras más famosas del diseño industrial español cuando había cumplido 40 años. Hasta entonces había combinado trabajos de interiorismo con el diseño de muebles y colaboraciones con el despacho de los arquitectos Moragas y Gallisá. Posteriormente, trabajó con Josep Lluís Sert e ideó también electrodomésticos para Fagor.
La aceitera antigoteo (1960)
Aunque solía contar que descontextualizar herramientas de laboratorio fue una casualidad, esa pieza sencilla, precisa, funcional y atemporal —que remite a los matraces de laboratorio— refleja la ambición y el pasado de su autor. Crecido en un país en el que casi todo estaba por hacer y formado con escasez de medios y falta de libertad, Marquina desarrolló una idea del diseño responsable y cabal: el arte debía ser útil. Con ese ideario, defendía que los nuevos productos debían solucionar problemas, mejorar los usos y facilitar, además, el proceso de su propia producción, es decir, el diseñador debía ponerse al servicio de la sociedad y del progreso. Así, aunque en su interior latía un escultor —que afloraría en la última etapa de su vida— se inició en la industria convencido de que los objetos debían explicarse a partir de su función. Eso le acercó a la vez a la ciencia y a la tradición.
Harto de ensuciarse, y ensuciar el mantel, con las gotas que resbalaban por el exterior de las aceiteras, Marquina ideó su pieza antigoteo: un contenedor de vidrio de base ancha y cuello en forma de matraz con un pitorro encajado —gracias a la rugosidad del vidrio satinado— que hace de tapón, permite verter el aceite y, a su vez, recoge las gotas sobrantes y mantiene limpia la aceitera.
Solía presentarse como
De la estirpe de los diseñadores-inventores, sufrió como un adelantado la incomprensión de algunos colegas, pero disfrutó pronto del reconocimiento de los premios. También padeció copias y plagios que, llegado un punto, comenzó a coleccionar. Acumuló cientos de copias, algunas con apellido insigne. “La sencillez de los objetos bien diseñados los enaltece por encima de productos que tienen en la complejidad de su diseño su principal defecto”. En los últimos años, Rafael Marquina solía presentarse como el padre de Nani Marquina, la empresaria textil cuya productora de alfombras recibió el Premio Nacional de Diseño, un galardón que él nunca obtuvo. Ella ha contado que vivía retirado, cultivando su huerto, construyendo sus esculturas y con la certeza de que lo sencillo es lo más difícil de conseguir.
Babelia
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