Cuando el vídeo se enamoró del pop
'This is not a love song' es una iniciativa conjunta entre el La Virreina Centro de la Imagen y el festival Primavera Sound
“Liberados de la ética del trabajo propia de los años de la guerra, su única meta es la diversión y su verdadera religión, el rock’n’roll”. Aquella generación de padres, directores de escuela y demás agentes morales de los cincuenta asistió con estupor a la abducción de sus jóvenes ejercida por la nueva y hechizante cultura de masas. Y la incomprensión, con incomprensión se paga. “No te fíes de nadie mayor de treinta”, se aconsejaban aquellos muchachos rebeldes los unos a los otros. El par de sentencias, suculentos discursos de acción y reacción, servirían décadas después al artista Dan Graham para dos de sus piezas más célebres: Rock my religion, en la que la que el poder aglutinador del género se equipara al ejercido por las creencias de los primeros colonizadores de EE UU, y Don’t trust anyone over thirty. Ambas se incluyen en la muestra This is not a love song, abierta en Barcelona hasta finales de septiembre, en una iniciativa conjunta entre La Virreina Centro de la Imagen y el festival Primavera Sound.
La exposición, subtitulada Cruce de caminos entre videocreación y música pop, abrió justo a tiempo para servir de complemento artístico para las más de 170.000 visitas que registró el macrofestival. Pero lo cierto es que la exposición, comisariada por F. Javier Panera, merecía capítulo aparte, aunque solo fuera por el acierto de emplear un lenguaje tan familiar al pop como el de esos discos de grandes éxitos (Nam June Paik, John Baldessari, Yayoi Kusama, Christian Marclay, Jeremy Deller) que incorporan caras B y rarezas para seducir al fan más encallecido.
Dicho de otro modo: el visitante puede bailar al familiar son del espectáculo Andy Warhol’s Exploding Plastic Inevitable, reproducido en una sala con la atronadora música original de unos bisoños The Velvet Underground, y al mismo tiempo dejarse fascinar por el subyugante mundo de Assume Vivid Astrofocus, dúo franco brasileño conocido por sus instalaciones psicodélicas en las que el sexo y la política se desparraman en colores flúor.
Graham, raro caso de gran artista con maneras de crítico de rock, parte en dos el recorrido con el hacha de la de autoconsciencia. A un lado quedan los tiempos de utopía en que creímos, creyeron, que un medio comunicación masiva como el vídeo nos haría libres (como en esa pieza en la que Baldessari desafina máximas de Sol LeWitt al ritmo de canciones populares). Al otro, aguarda la era YouTube, en la que quizá la sobresaturación de imágenes musicales solo pueda ser combatida amarrando una guitarra eléctrica a una camioneta para conducirla a través de una reflexión acerca del ruido y la distorsión, como en la célebre pieza de Chirstian Marclay Guitar drag.
El influyente mural de Jeremy Deller The History of the World, en el que la descreída revolución del acid jazz queda relacionada con las bandas de vientos de principios del siglo XX a través de una maraña de conceptos garabateados en tinta china, es un buen resumen del acercamiento del arte al fenómeno del pop en el siglo XXI, un tiempo en que la división entre alta y la baja cultura solo es un viscoso recuerdo.
Las máscaras cayeron mucho antes de que Candice Breitz extrajera monosílabos de Prince, Madonna o Freddie Mercury para hablar del origen del lenguaje en Babel Series. Antes también de que Largen & Bread decidiesen pasar el rebelde acto de Jimi Hendrix o The Who de destrozar una guitarra por la túrmix del mito desprovisto de rito.
La exposición se completa con una selección de artistas, de Joseph Beuys a Pipilotti Rist o Carles Congost, que tomaron la estética del videoclip en su propio provecho, y con un recorrido por la historia del medio, que arranca con Dylan y los Kinks y termina en la asociación de Tony Oursler con David Bowie para promocionar la aparición del disco más reciente de este último
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