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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Arcoíris

Los andamios que se alzan junto al Congreso declaran que el tiempo ha pasado y hay que proceder al refuerzo y la restauración de algunos aspectos fundamentales

David Trueba
Protesta de Greenpeace ante el Congreso.
Protesta de Greenpeace ante el Congreso.

El Congreso está en obras. Desde hace meses, con el don apreciable de coincidir con el blindaje policial de sus accesos y cercanías, está rodeado de andamios y su fachada principal dibujada sobre las vallas protectoras. Es, de alguna manera, una buena metáfora. Los edificios, a veces como las personas, dicen más por detalles de su aspecto exterior sobre cómo se sienten en el interior, que por muchas declaraciones de intenciones y ánimo. Los andamios que se alzan junto al Congreso declaran que el tiempo ha pasado y hay que proceder al refuerzo y la restauración de algunos aspectos fundamentales. Cualquiera diría que son las obras más psicosomáticas de la capital. Algo parecido a esos matrimonios que cuando pasan una crisis deciden realicatar los cuartos de baño antes de tomar otra decisión más drástica.

Pero ayer esos andamios sirvieron para que escalaran hasta el tejado varios activistas de Greenpeace. Sus efectivas e incruentas acciones jalonan sus más de 40 años de existencia y la capacidad de incordio de la organización quedó patente con la voladura criminal del Rainbow Warrior por los servicios secretos franceses en 1985. Ayer se protestaba por la aprobación de la Ley de Costas con una opinión pública ocupada en otras cosas, incluida la agujereada situación de sus bolsillos, desentendida de la letra pequeña de esta otra reforma legislativa. Una verdadera tarascada a la protección y el rigor sobre nuestro litoral.

La escalada de Greenpeace, que evidencia el disparate de pretender parapetar a la política del descontento social con escudos y antidisturbios, quizá anime a algunos a repasar la ley Cañete con su permisividad y perpetuación de algunos disparates nacionales.

Los españoles hemos visto ordeñar nuestra costa como si fuera una vaca lechera. Bajo la excusa del desarrollismo y el crecimiento económico, se ha confundido la rentabilidad con el deterioro. En un país donde la ecología ha sido un lujo que no podíamos permitirnos, la costa parece ser un caramelo demasiado dulce para no comérselo a dentelladas. Lo terrible es asistir a la puesta en duda de 25 años de pelea por la preservación, bajo un manotazo de avaricia. La costa española es en demasiados lugares el felpudo del país. Aquí con el arcoíris, si lo alcanzáramos, haríamos cordeles para salchichones.

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