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El museo Van Gogh reabre sus puertas con un viaje al taller del genio

El centro muestra la evolución del pintor a través de 200 obras, objetos y telas de otros artistas El laboratorio de la multinacional Shell ha colaborado en el estudio de los pigmentos

Isabel Ferrer

El Museo Van Gogh de Ámsterdam celebra su 40º aniversario mostrando las conclusiones de un intenso viaje al universo íntimo del pintor. Han sido ocho años de investigaciones plasmadas en la muestra Van Gogh en su taller (Van Gogh at work),que ilustra la evolución de un artista rodeado de equívocos. Ni se aisló de sus colegas, ni tenía un don innato para la pintura. Sí fue un hombre incansable y tozudo, capaz de copiar tres veces las 197 ilustraciones del manual de dibujo de Charles Bargue, un clásico de 1866, para aprender el oficio. O como dice Rik van Koetsveld, director gerente saliente del centro, “no fue el genio instantáneo que creíamos, sino que peleó muy duro para entender la técnica y el uso del color”. Para demostrarlo, el museo ha reunido 200 obras y objetos propios, así como telas de Gauguin y Toulouse-Lautrec, entre otros contemporáneos.

“Van Gogh no era un hombre aislado. Le fallaba lo que hoy llamaríamos inteligencia social. En una visita a Inglaterra conoció a una chica estupenda con la que tuvo una relación. Al poco tiempo, todo se acabó. En cambio, mantuvo un contacto frecuente y fructífero con sus colegas, en especial los impresionistas, y absorbió mucho de ellos”, sigue Van Koetsveld. Una vez a solas, buscaba su propio camino de perfección a través de la innovación técnica. Tomemos, por ejemplo, la caja de ovillos que le servía para inspirarse al mezclar tonos. Entrañable e inofensiva, era en realidad un laboratorio de hebras de lana multicolores que acabaron transformadas en vigorosas pinceladas. Lo malo es que a veces usaba pinturas de mala calidad que han sucumbido al paso del tiempo. La serie de tres cerezos en flor es ilustrativa. El árbol le gustaba mucho y las flores originales eran rosas. El tiempo las ha puesto blancas, pero los restauradores no las tocan. “No es lo mismo un barniz que se puede limpiar que esto. Tendríamos que repintar y nadie se atrevería”, señalan. El trío cuelga junto a otro cerezo, este sí nadando en rosa, firmado por el danés Christian Mourier Petersen.

El tipo de tejido elegido para trabajar, en su mayoría de yuta, era una prolongación de su carácter. Cada artista prepara la tela a su gusto antes de acometer la obra. Van Gogh no era escrupuloso. Cuando su actividad febril le llevaba a consumir todas las superficies clásicas, se lanzaba a los trapos de cocina. Jardín de Daubigny es el modelo perfecto. Tiene el tamaño de uno de secar platos y lo llenó de flores en 1890 en un arrebato. En momentos de extrema necesidad, pintaba una tela por las dos caras. El museo ha metido tres de estas obras insólitas en sendas vitrinas y es difícil dejar de mirarlas. Reflejan al hombre, siempre con problemas económicos, y al artista, incapaz de detenerse. Si a ello se añade que cara y cruz corresponden a veces a épocas diferentes, son cuadros donde el trazo grueso de su oscura época holandesa convive con el azul luminoso de un autorretrato.

En la época de la ciencia aplicada al arte, no podía faltar el análisis de fibras y pigmentos, y el laboratorio científico de la multinacional Shell ha aunado esfuerzos con el Instituto Neerlandés del Patrimonio Cultural. Los dos cuadros estudiados plasman la entrega y atolondramiento del pintor. En uno, la arena de la playa se incrustó en la tela para siempre. Fue por olvidarse de evitar el viento al crear al aire libre, como hacían los impresionistas. Envolver las obras tampoco era su fuerte. Ponía el papel de periódico demasiado pronto, con la pintura tierna. En el otro cuadro, la tinta se grabó como un tatuaje. Un microscopio permite al sorprendido visitante observar ambos detalles.

El recorrido del museo por el taller de Van Gogh incluye dos de sus piezas más reproducidas. La primera versión de Los girasoles ha sido cedida por la National Gallery, de Londres. Luce junto a una de las cuatro copias posteriores hechas por el pintor (tres con 15 girasoles y dos con 12). Entre ambos cuelga La Berceuse, también llamado Retrato de la señora Roulin. No es una decisión arbitraria. En una de las cartas dirigidas a su hermano Theo le explica que algún día le gustaría verlos juntos. Como si las flores protegieran a la mujer. El dormitorio en Arlés, cedido por el Art Institute de Chicago, es la otra pieza clave. La pintó tres veces hasta dar con el color y la perspectiva, otra de sus bestias negras. Van Gogh, que tomaba la realidad como punto de partida y luego añadía su punto de vista, tenía que pelearse con las líneas de fuga y las proporciones. Y eso le consumía.

Aunque son telas muy famosas, la joya de la colección son los cuadernos de esbozos y dibujos. En Ámsterdam hay cuatro de ellos completos y los cuidan con mimo. Poco expuestos dada su fragilidad, permiten comprobar su minucioso estudio de los modelos y lo mucho que analizaba cada cuadro. Cómo pasa de dibujar mal a encontrar su propio estilo, ya fuera con pincelada recia o muy diluida, para acabar casi en la abstracción. De las cinco publicaciones científicas derivadas de la muestra, un facsímil está dedicado por primera vez a los cuadernos de Van Gogh. Abierta hasta el próximo 12 de enero, la muestra no viajará al extranjero.

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