Toda una vida esperando a Beckett
El director Alfredo Sanzol cumple en el CDN su viejo sueño de adaptar el clásico del Nobel irlandés
Cuentan que a Samuel Beckett se le ocurrió el título de Esperando a Godot en un Tour de Francia. Todos los ciclistas habían cruzado la meta, pero el público seguía inmóvil, esperando. ¿A quién?, preguntó el aguilucho irlandés. “A Godot”, le respondieron en referencia al pobre diablo que siempre acababa el último en las carreras. La mitología persigue a la primera obra de teatro que Beckett estrenó (¿Godot viene de Dios en inglés o de bota en francés?), la obra que lo convirtió en uno de los autores más importantes de todos los tiempos, con la que construyó la metáfora perfecta sobre el misterio del hombre moderno y su desazón. Esperando, siempre esperando, mientras la vida pasa de largo. Porque, sobra decirlo, Godot no va a venir.
El director y dramaturgo Alfredo Sanzol estrena mañana en el CDN su versión del clásico y lo hace, de entrada, reivindicado el sentido común y la coherencia del teatro de Beckett y desterrando el tradicional “absurdo” con el que se etiqueta la obra del hombre que nos hizo entender que todo fracaso encierra un triunfo. “Lo realmente absurdo es llamar absurda a esta obra”, afirma el director.
No es el único tópico que pretende borrar del mapa. “Existe el prejuicio de que Esperando a Godot es una obra estática cuando en realidad es una locura de movimiento”, continúa Sanzol. “A Beckett le gustaba el deporte, lo practicaba mucho, por eso la obra es enormemente física, los personajes no paran un segundo, les hace correr, saltar, caer al suelo. Acaban extenuados, como si hubiesen jugado un partido”.
Un partido en el que el humor desempeña un papel fundamental; es el que obliga al espectador a poner su propia inteligencia en juego. “El humor de Beckett es uno de los pilares sobre los que se construye todo el teatro y el cine que conocemos. Sin Esperando a Godot no existiría, por ejemplo, la secuencia del masaje de los pies de Pulp fiction”. Un “monumento al humor” que no siempre nos hace gracia pero que, según Sanzol, no debe provocar incomodidad. “La incomodidad bloquea al espectador. El teatro tiene que encontrar un lugar desde donde mirar los lados oscuros de nuestra naturaleza con comodidad, inteligencia y libertad”.
El director (cuya versión de La importancia de llamarse Ernesto también se escenifica estos días en Madrid) cuenta que le gusta ponerse al servicio de la historia. En los ensayos, él es un actor más. Quizá por eso, y después de 10 semanas de trabajo, el grupo que forma con Juan Antonio Lumbreras (Vladímir), Paco Déniz (Estragón), Juan Antonio Quintana (Lucky), Pablo Vázquez (Pozzo) y Miguel Ángel Amor (el muchacho) resulta compacto. Sanzol pone orden, marca la ruta, es el responsable último, pero reconoce que es “la imaginación de los actores la que da volumen al relato”. “El teatro son los actores y todo lo demás viene para ayudar a su trabajo. El teatro es actor y público”.
Y, Beckett, claro. “Es curioso, él especifica que Vladímir y Estragón llevan bombín y por eso en todas las puestas en escena siempre llevan bombín. Yo me resistía. El caso es que probé gorros y otro tipo de sombreros, pero no funcionaban. Hasta que pedí un par de bombines y, claro, debían llevar bombines. El bombín es Chaplin, o en España, Coll. Provocan muchas referencias. Para mí fue una lección de humildad”.
Pero para Sanzol (de cuyos 40 años lleva 17 con Esperando a Godot sobre la mesa como revulsivo para su inspiración) esta historia es, además de una cura de humildad, un foco de luz directa a la actualidad. “Se acerca a cualquier momento de la vida. Pero ahora más que nunca, porque nos han puesto al borde de un abismo en el que todos los días parece que nos vamos arruinar o, por el contrario, parece que nos vamos a salvar para siempre. Y precisamente de lo que Esperando a Godot se ríe es de que los personajes estén al servicio de la espera y no al servicio de vivir. Beckett nos recuerda que la vida es lo que está pasando y no lo que estamos esperando”.
Cuentan que cuando la Academia Sueca llamó a casa de Beckett para comunicarle que había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1969, su mujer se lo comunicó alarmada: “¡Una catástrofe!”. Esperaron sentados en Estocolmo al viejo irlandés, que por supuesto jamás acudió a la cita.
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