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CRÍTICA: 'ROMEO Y JULIETA'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ambiciones

Toda esa acrobacia en el Real resulta contraproducente en el ánimo del espectador

Un momento de 'Romeo y Julieta'.
Un momento de 'Romeo y Julieta'.JAVIER DEL REAL (EFE)

Siendo el mayor ballet narrativo del siglo XX, Romeo y Julieta ha tenido una vida azarosa desde la burocracia preliminar que vivió el libreto ideado por Serguei Radlov, con las intervenciones laterales del propio compositor y después del guionista Adrien Piotrovski (11 partes: 1 prólogo, 9 escenas y 1 epílogo).

Poco se cita, siendo como es muy significativo, el hecho de que ese libreto seguía bastante el usado por el compositor Claus Schall para el primer ballet sobre esta pieza de Shakespeare coreografiado por Galleotti en Copenhague en 1811, con cinco actos (12 partes). Es Frederick Ashton quien primero obvia el guion ruso original, y usa uno propio (Copenhague, 1955), pero respeta escrupulosamente el orden de la partitura (11 partes: 10 escenas y un epílogo). Después, Cranko (Venecia, 1958); MacMillan (Londres, 1965); Neumeier (Fráncfort, 1971) y Nureyev (1977) también pusieron guiones propios, pero no tocaron sustancialmente la música.

Yuri Grigorovich (Bolshoi, 1979) rescató bastante música que había quedado fuera de la versión de Leonid Lavrovski (Leningrado, 1940 y Moscú, 1946), para lo que contó con el sapiente concurso de Ziuraitis. Ni a uno ni a otro se les pasó por la cabeza trocear y vulnerar la organicidad progresiva de la obra, que es donde está su equilibrio estético, como ha hecho alevosamente Montero. Los clásicos no necesitan una reverencia servil sino un acercamiento desde la propia cultura coréutica, que se compone, entre otras cosas, de cultura musical específica, y trata en su ejercicio de reglado, del paso dentro del compás, o del acento en la nota precisa, por dar unos detalles no metafóricos. Aquí ese sentido casi siempre brilla por su ausencia. Veo mucha ambición expansiva y poca materia creativa original. La escena está siempre muy oscura; todo el mundo va vestido de negro y gris. El movimiento es confuso, los intentos de canon fallidos.

El punto de partida de un coreógrafo debe ser reconocer sus propios límites, hasta dónde puede manejar (y dominar satisfactoriamente) los grandes elementos formales del teatro de ballet. Las imitaciones pedestres a que acude Montero llegan a la baratura, hallazgos ajenos desde Kilian (los trajes articulados con ruedas) a Robbins (la pelea de West side story, los andamios). Se pueden (y hasta se deben) tener influencias bien asimiladas, pero el pudor es básico. La invención del personaje que recita viene directamente de Neumeier, pero en aquel era una idea (propia) de “teatro dentro del teatro”, como un Hamlet aplicada al ballet. ¿En qué época discurre esta versión? Se ultraja a la música con palmadas, gritos, silbidos u otras onomatopeyas. Las pantomimas son sencillamente insustanciales o infantiles, a veces realistas, otras con pretensiones simbolistas.

Al propio Prokofiev le costó lo suyo que aquella sonoridad fuera aceptada por la estricta ortodoxia del ballet soviético (en Moscú llegaron a calificarla de “no bailable”). En el largo proceso de reducción, tanto para las suites sinfónicas como para la integral para piano, el propio compositor respeta el secuenciado temático (en lo textual-musical) y el desarrollo sinfónico (en lo estructural). Nada de esta base goza de presencia en el Real.

La Compañía Nacional de Danza tiene buenos bailarines, pero en este caso, los protagónicos estuvieron mal escogidos y se pierden en gestos forzados que los sitúan cada dos por tres al borde de la lesión física. Destacan el despótico Tibaldo encarnado por Joel Toledo y el histrión de Allan Falieri al asumir ese raro personaje comodín que no deja en paz a los enamorados ni en el balcón ni en la muerte. Toda esa calistenia acrobática resulta cargante y contraproducente en el ánimo del espectador, es circense.

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